Recuerdo la primera vez que tuve una lapicera propia. Fue en segundo grado que nos juntaron a todos y todas en el aula porque habíamos ido de campamento a un lugar. Nos contaban que los dueños se habían quejado de nosotros: nos habíamos portado mal y las maestras estaban decepcionadas.

Lastimosamente, no recuerdo muy bien como una cosa se une con la otra pero creo que los dueños nos habían dejado una caja. La maestra la saca y nos da un paquete a cada uno y una, ahí adentro estaba nuestra primera lapicera de la vida. Habíamos dejado atrás el primer año de escribir en lápiz que manchaba mucho la hoja y los dedos para pasar a la velocidad y la prolijidad de la tinta azul.

Todavía no comprendo por qué me quedo tan fija la imagen de esta lapicera. Era de la marca Paper Mate, sencilla como para una nena de ocho años, con detalles celeste y fucsia. Estoy segura de que si me propongo buscarla hoy, once años después, la podría encontrar. 

Con ella marque en unas hojas rayadas y un poco amarillentas mis primeros aprendizajes. Y fue así que varios años se usó estas lapiceras que tenían cartuchos que de vez en cuando explotaban en las manos de un compañero o que cuando estaban vacíos se los recortaba y se guardaba la pelotita que venía adentro, sin ninguna razón.

Luego, al arrancar el secundario, empecé a utilizar diariamente las lapiceras comunes, estas que en una época solo se la llamaban “la bic” y punto. Significaba entrar en otro momento de tu vida, usas esa lapicera que siempre usaron los grandes pero no te dejaban incorporar antes en tu vida escolar. 

Y probas diferentes colores, usas las lapiceras de tinta negra y te das cuenta el por qué nunca te mandaron a escribir con una de ellas.

A los quince años me empecé a acercar a la poesía, para leerla y para escribirla. Agarraba cualquier cuaderno con hojas cuadriculadas o rayadas o en blanco, sin importar, siemore tenía que tener cerca una lapicera, como me sigue pasando a los dieciocho. 

Pero también, era muy fundamental tener un par a mano porque las necesitaba para leer. No me importaba mucho si subrayar con la lapicera marcaba mucho el libro o el hecho de que no lo iba a poder borrar jamás sin arruinarlo. 

Ella era la extensión de mi mano a la que le recorría una excitación inmensa por retener una frase o un verso o un párrafo que había abierto mi cabeza en dos, que había contado un sentimiento que vivía, que de alguna manera u otra, me había nombrado. 

No es un objeto más, para nada. Es testigo de la historia de nuestras vidas, es quien nos deja eternos en el papel y nos regala otro tipo de existencia. 

Ha retenido el parte de nacimiento de alguien, los números telefónicos que tenía mi abuela, una confesión de amor, una lista de supermercado, un contrato de un alquiler, mis pequeños poemas, una clase transformadora de alguna materia, los intentos por crear una firma, una ecuación, un turno de pedicura…

Nos encapsula los instantes que la vida nos arrebata y se lleva con su malvado tiempo.