A lo lejos, el cerro cortaba con sus estridencias el horizonte celeste, cada vez menos celeste. Desde su perspectiva, esos picos como dientes de bestia atemporal devoraban al sol, poco a poco, y su sangre se derramaba sobre las pocas nubes que ensuciaban el cielo. El movimiento era imperceptible, pero, al contemplar con atención, notaban cómo cambiaba el estado de ese manto que los acobijaba de la oscuridad. Sentían sus cuerpos entibiarse a medida que avanzaba la noche y esperaban inmóviles, petrificados en un abrazo. No querían alterar con sus alientos irregulares la calma que aparentaban sus exteriores. Aunque el esfuerzo fue inútil, porque sus corazones, latiendo como una tempestad, los delataban. El sol terminó de agonizar, y se encontraron en la noche de sus bocas. Una noche con fragancia y dulzor de frutas maduras y con humedad de verano.