Recogí un caracol que caminaba por la baranda de mi balcón. Lo metí en una caja de zapatos con agujeritos del tamaño justo para que entrara un poco de aire, pero no tan grandes como para que pudiera escaparse.

Por las noches, no me dejaban dormir sus gritos. Pedía que lo saque, decía que no tenía espacio para moverse ahí adentro. Decía que extrañaba el sol, que tenía hambre.

Le puse algunas hojas de lechuga, creo que los caracoles comen eso. Pero no lo dejé salir. Cuando gritaba que extrañaba moverse libremente, yo le contestaba que se movía tan lento que era lo mismo estar adentro o afuera. El mejor argumento que tenía era que extrañaba la luz del sol, pero a eso lo pude solucionar cuando lo metí en una caja de cristal.

A medida que se acostumbró a estar encerrado, el caracol se quejó cada vez menos. Hasta que, al final, se quedó completamente en silencio. Pensé que se había muerto, porque ya tampoco se movía dentro de la caja, y entonces le tiré sal para comprobarlo.

Gritó de dolor mientras se quemaba, sufrió un tormento muy agudo por un largo rato y, cuando vi que su carne ya estaba licuada y cocinada por la sal, me lo comí.