Un pie detrás de otro pie, uno tras otro, los dos pies se mueven, izquierdo, derecho, izquierdo, derecho, los zapatos negros de cuero auténtico, brillantes, zapatos caros, uno tras otro, izquierdo, derecho, pisan las baldosas sucias, van esquivando las baldosas flojas que hacen saltar el agua de la lluvia y podrían manchar su pantalón de vestir negro. Pasa entre la multitud que va saliendo de la boca del subte, quiere apurar el paso, un pie tras otro, dobla en la esquina y BUM. Se le aparece de repente. El pie izquierdo, con ese pie siente el impacto contra la lata, y después el tintinear de las monedas, que se desparraman por todo el suelo, caen al asfalto de la calle, quedan al borde del cordón de la vereda, se pierden bajo los pies de las otras personas que pasan por ahí. Empieza a recogerlas una por una, va guardando las monedas en el bolsillo de su saco, tintinean con sus movimientos ágiles, recoge rápido las monedas y se las guarda. Y el ciego grita:

-¿¡Qué hacés, la puta que te parió?! ¡QUÉ ESTÁS HACIENDO! ¡AYUDA! ¡ALGUIEN AYÚDEME!

Y el ciego se desespera porque intenta recoger las monedas que alguien le desparramó y no puede. Se abre un espacio entre la multitud, un auditorio de espectadores ocasionales que coincidieron en esa esquina. Él se anticipa a juntar las monedas antes de que el ciego las alcance tanteando con las manos por el suelo, pero, en un descuido, el ciego llega a agarrar una, entonces usa el pie izquierdo, y el ciego siente todo el peso de ese zapato sobre su mano y pega un alarido gutural, como el de un animal herido. Él no se inmuta y, cuando el ciego aparta la mano, adolorido, llorando porque no entiende lo que está pasando, levanta la moneda que acaba de soltar. La gente a su alrededor se empieza a impacientar. Miran al ciego en su impotencia absoluta y no hacen nada. Solo una mujer grita llamando a la policía, pidiendo ayuda, que alguien venga a ayudar a este pobre hombre, que hay un hijo de puta que le está robando las monedas. Pero nadie le hace caso, y sus gritos se pierden entre la multitud. Un bebé empieza a llorar. Detrás de la primera fila de personas que miran impávidas, un bebé chilla y chilla y chilla, algunos ojos, los más curiosos, que son muy pocos, empiezan a voltear hacia la dirección de la cual vienen los chillidos, y la madre saca a su bebé del cochecito y lo sostiene en sus brazos. El bebé no deja de chillar, nada de lo que haga su madre lo puede calmar. Cada vez más gente deja de prestarle atención al ciego y miran al bebé, un hombre trata de acariciarlo para que se calme, le pasa la mano por la cabeza, y la madre reacciona de forma violenta porque no le gusta que cualquiera toque a su hijo. Una mujer grande, que afirma tener mas experiencia con los chicos, trata de cargar en brazos al bebé, y la madre se resiste, forcejean, aparece otra mujer para intermediar y tira al bebé hacia el lado de la madre. La gente empieza a envolver cada vez más cerca a las tres mujeres, se aprietan entre sí queriendo ver lo que pasa, se empujan, no pueden separarlas mientras tironean del bebé, y ya no se puede ver más lo que pasa detrás del cúmulo de cuerpos que se abalanzan sobre esa pequeña masa inerte, que ya no emite sonidos.

Él termina de recoger la última moneda y, tranquilo, con el metal tintineante en los bolsillos, sigue su camino, un pie tras otro, con paso alegre.