Debe ser como una alfombra de goma, como un recubrimiento antideslizante que colocan sobre el metal o sobre el material del piso. Es gris, está muy limpio, aunque se notan algunas motas de manchas que no se pudieron limpiar a fondo, apenas perceptibles para alguien que mire al piso con detenimiento, como él está mirando al piso ahora. Sus ojos chocan con el par de zapatos negros de la persona que se sienta frente a él. Usa un pantalón de vestir marrón, de corte ancho con un largo suficiente como para no dejar ver las medias al doblarse las piernas. A la izquierda de toda esta formalidad, un par de pantuflas rosadas, con los pies descalzos, lleva un short que deja a la vista sus piernas peludas, un tatuaje de una palta en la pantorrilla derecha, al lado de otro tatuaje de algo que parece un cocodrilo en estilo de caricatura. A la izquierda de las pantuflas rosadas, unas Adidas Superstar blancas, con las tres líneas negras, el pantalón de jean, al flexionarse las piernas, deja ver los tobillos, cubiertos hasta la mitad por unos soquetes blancos de algodón. A la izquierda de las Adidas Superstar, el borde donde termina del asiento, y a la izquierda del borde del asiento, a unos veinte centímetros, las puertas corredizas que se abren de par en par. En sus propios pies, unas Vans Old Skool negras, bastante desgastadas. A la izquierda de sus vans, zapatillas deportivas, podrían ser Yeezy, pero no parecen originales, o podrían ser, frente a sus vans, a solo quince centímetros, unos zapatos de vestir negros, brillantes, con cordones finos, el dobladillo del pantalón de vestir gris con un pliegue doble hacia afuera, la línea de planchado muy marcada, la camisa blanca, impoluta, dentro del pantalón, un saco gris que completa el traje, una corbata negra, delgada, unos ojos que lo miran directo, la boca que se mueve.

—Disculpe, señor, ¿es usted homosexual?

—¿Perdón?

—Le estoy preguntando si es usted homosexual.

El piso gris, la alfombra de ¿goma?, es de un tono muy parecido al gris del traje de este tipo.

—¿Me está escuchando?

A la derecha de sus vans, un espacio vacío, a la derecha del espacio vacío el borde donde termina el asiento, a unos veinte centímetros, las puertas corredizas, que no se abren por ese lado en esta estación. Mira hacia la puerta, el torso del hombre de traje gris abarca casi por completo su campo de visión. Detrás de este hombre, alcanza a ver un manto de pelo totalmente violeta, de patas a cabeza, que tenía como unas fauces que parecían de lobo o emulaban alguna forma canina, los ojos de plástico negro grandes, y en el pecho y el vientre, una mancha blanca ovalada, distinta del resto del traje. El ¿lobo? o tal vez perro, se acerca caminando en dirección hacia el lugar vacío a su derecha.

—¿Me está escuchando? ¡Le pregunté si era homosexual!

Se levanta rápido y la cercanía del extraño lo obliga a darle un empujón hacia atrás con el codo para apartarlo. Camina apurado, mira fijo hacia la puerta metálica que separa un vagón del otro. La distancia hasta esa puerta es de casi cinco metros. Apura el paso. La puerta se abre de forma manual, está un poco trabada, hace fuerza y la corre hacia la izquierda, entra en el pulmón de aire entre la unión de un vagón y el otro, la puerta se cierra a sus espaldas. Frente a él, detrás de esta unión de goma plegada como un bandoneón gigante, hay otra puerta que también se abre de forma manual. Hace fuerza tratando de correrla hacia la derecha, pero no se abre, intenta apoyando la espalda en la pared de goma lateral para tratar de hacer palanca, empuja incluso con una pierna. La puerta no se mueve. ¿Se va a quedar encerrado acá? Las sacudidas de este ataúd de acero se sienten más fuertes en esta parte, con cada curva parece que va a quedar comprimido en ese espacio claustrofóbico. El subte llega a otra estación y se detiene. La puerta ahora se abre fácilmente, como si hubiera dicho una combinación secreta que la destrababa. Cruza la puerta, algo cansado por el forcejeo y por la tensión que acaba de atravesar, y sus ojos se topan, otra vez, con el extraño de traje gris. Mira atrás hacia el otro vagón,  por las ventanitas redondas de las puertas, y no queda nadie, excepto el canino (parece más un perro que un lobo, a decir verdad) violeta.

—Usted me faltó el respeto al no responder mi pregunta. Insisto, quiero saber si es usted homosexual.

Mira, como a través de un túnel muy angosto, la cara inexpresiva de este hombre extraño que habla en un tono calmado, pero muy asertivo. Lo mira a los ojos, se enfoca en su ojo izquierdo, y después en el entrecejo. Camina hacia él. Apura el paso. Aprieta el puño.

—¿¿¡¡ES USTED

No alcanza a terminar de pronunciar la pregunta, el puño derecho cerrado impacta de lleno contra la mandíbula y lo tumba contra la ¿alfombra? de goma. Ahora no ve nada, apenas distingue un gesto de desesperación en la cara del extraño del traje gris, sus puños van hundiéndose en esa cara asustada, le duelen los nudillos, pero sigue pegando, con toda la fuerza que puede. La goma gris ya no se puede ver debajo del charco de sangre que baña el piso. Continúa golpeando, hasta que ya solo puede ver una masa amorfa, hinchada, triturada bajo sus puños. Se levanta, la sangre todavía está tibia y empieza a coagularse, pisa el charco y va dejando marcados los pequeños hexágonos de las suelas de sus vans con cada pisada que da. La siguiente es su estación. Espera a que el subte se detenga y se abran las puertas corredizas. Sale, camina a solas hasta el final del andén, la sangre que se había quedado adherida a sus suelas sigue dejando marcadas algunas pisadas a lo largo de unos metros, sube la escalera mecánica, y afuera, en la noche, lo recibe el holograma gigante de una propaganda de cigarrillos proyectado sobre la cara frontal de un rascacielos. Sabe que lo registraron la cámara interna del vagón, las cámaras del andén y la cámara de la boca de la escalera, que apuntaba directo a su cara. Lo único que espera es que su crédito social no baje tanto como para impedirle comprar un nuevo par de zapatillas.