Todas las tardes de otoño son tardes de domingo. Tardes de té, de café negro, de libros gruesos, densos, interminables.

Todas las tardes de otoño son del color del tabaco húmedo y tienen sabor a conversación lenta, cargada de pausas.

Todas las tardes de otoño son una sala de espera en silencio, el pasillo que se recorre a oscuras para llegar a la habitación helada del invierno.

Todas las tardes de otoño se ven a través de una ventana angosta que recorta un árbol desnudo.

Todas las tardes de otoño, todas las que recuerdo, están nubladas, y el sol espía tímido, envuelto entre las nubes, como hielo en un vaso de whisky.

Todas las tardes de otoño, si frías o templadas, exigen el calor compensador de otro cuerpo, de una infusión, de las palabras esdrújulas, de las frazadas recién lavadas y puestas a secar al sol, de un pan recién sacado del horno, del silencio de un abrazo.