El sol levantaba calor de la tierra, elevando ante sus ojos una pared de aire casi tangible. El sudor las empapaba a medida que avanzaban por la sierra, impregnando de polvo sus brazos y piernas. Un par de jotes surcaban el cielo celeste, apenas poblado de nubes. El sol picaba. Hería. La niña se apresuró a seguirle el paso a su abuela, que extendía un chal sobre su cara para protegerse de la crueldad de los rayos. Sus brazos parecían las ramas de un árbol torcido. De tanto en tanto se volvía para ver si su nieta venía detrás. No tendrían que haber salido en la siesta. El zonda amenazaba con un soplo furtivo.

La casa de los Martinez quedaba a unos kilómetros, pero pronto se hizo visible entre los espejismos de la estepa. Llegaron precedidas por el ladrido de los perros; un par de caballos ya estaban apostados junto a la puerta. Galgos famélicos aparecieron para lamerles las piernas torturadas por las espinas. De alguna parte les llegó el cloquear agónico de las últimas aves de corral. El olvido empezaba a extender su manto en silencio, compadecido. Fueron directo a la habitación donde velaban al muerto.

Dentro del diminuto cuarto había tres personas, pero parecía lleno de gente. La señora Martinez, el doctor, y el comisario, que había venido a constatar el fallecimiento. El calor convertía la casa en un horno de tierra. Apenas se podía respirar. La señora Martinez lloraba en una silla de cañas, silenciosa, contrayendo su rostro contra un pañuelo. La abuela fue junto a ella. Sobre el pecho del difunto, entre sus manos entrelazadas, descansaban unas pocas flores arrancadas al desierto. Vestía un traje azul que destacaba contra las paredes de tierra, y el cuerpo ya comenzaba a despedir el olor de la podredumbre. La niña miró desde la puerta aquel rostro tenso, amarilo, de pómulos afilados y mejillas hundidas. El doctor y el comisario hablaban entre sí, en susurros. Aquella sombra consumida sobre la cama había sido el hombre que tantas veces vio a lo lejos perdiéndose en la sierra. Los párpados se le habían ennegrecido. Los labios eran una fina línea recta. Los perros ladraban afuera. Parecía que nunca fueran a callar.

Tras dar el pésame salieron con el sol todavía en alto, soberano e invicto. Y, mientras habían permanecido dentro, el zonda había cobrado fuerza, ahora convertido en ráfagas que barrían el llano con violencia. Hicieron un largo trecho tragando polvo, luchando contra su fuerza, con el pelo desatado como las llamas de un fuego negro. Y se encontraban a mitad de camino cuando la niña notó algo a lo lejos, al volverse un instante.

Detrás de ellas un hombre las observaba, rompiendo la línea del horizonte. Lagrimeando debido a la tierra, la niña fijó la vista en aquel punto a la distancia, inamovible. Y entonces su corazón empezó a latir como nunca antes había latido. Era un anciano. Un anciano vestido de azul. Corrió hacia su abuela, gritando para que se diera vuelta, pero la mujer solo la sujetó del brazo y la obligó a ponerse delante de ella. “No mires, Ana. Yo ya lo vi.” A su alrededor el mundo crujía. El viento barría con todo. Y no se voltearon en ningún momento, ni siquiera cuando notaron que a sus espaldas la aparición las comenzó a seguir.