Hoy tuve el placer de intercambiar palabras con un desconocido. No sé su nombre, pero en mi memoria permanecerá su rostro escondido. Me relató su juventud: 1977, en Argentina, dictadura militar. Fue marino. «Me gustaba la joda», comenta con una sonrisa aniñada. Durante su tiempo en la milicia, salvó varias vidas, pero también vio la muerte de cerca, en el rostro de compañeros, de amigos. Personas a quienes podría haber salvado, pero el tiempo no lo quiso así… cosas de la vida.
Me habló de su esposa: de su habilidad con las matemáticas, de su destreza en física, de su extremada inteligencia. Me contó que ella provenía de una familia muy humilde y que soñaba con ser astronauta. Al mencionar a su mujer, pude notar cómo su corazón se abría; en sus palabras había una ternura especial. Tuvieron tres hijos, o al menos eso entendí yo. «El más grande es como ella», me comentó, «muy inteligente». «El segundo es como yo decía ella, muy vago». Su sonrisa se volvió más dulce, al hablar de su familia se lo veía orgulloso, enamorado.
«Ella se me fue hace cuatro años», dijo. E instantáneamente sentí que mi corazón se rompía en mil pedazos, como un vaso de vidrio que cae sobre la mesada. El golpe fue liviano, pero no lo soportó; su fragilidad era su debilidad. Él lo comentó de una forma tranquila, como si lo hubiera practicado cientos de veces, con el objetivo de contarlo y no llorar. Pero pude sentir su dolor; lo vi en su rostro.
Por momentos, creí que no estaba hablando conmigo, sino con ella. Yo era solo un intermediario, alguien que quedó en medio de algo mucho más profundo que sí mismo. No sé si él debía darme una lección de amor, o si yo debía ofrecerle un rato de compañía. Solo sé que aquel hombre amó a su mujer.