Estaba leyendo algún poemario sin prestarle la atención que merecía cuando, de repente, vi pasar a la ráfaga, corrí hacia ella y la tomé. ¡Pude lograr lo imposible! Ahora me acompaña este pedacito de viento, pensé.

Le construí una casa muy linda, pulcra y ordenada. Le di todas las comodidades que pude. No quisiera perder de vista mi humildad, pero ciertamente era una casa magnífica. 

La ráfaga se sentó en el sillón individual que le compré, mientras yo dibujaba más calles, más comercios, más soles. Se sentía muy a gusto conmigo, y yo con ella. No obstante, cuando estuvo completamente instalada empezó a tirar colillas de cigarrillo en el jardín. Dejaba basura por todos lados. Cuando vi todo el hogar contaminado y revuelto le imploré que dejara de hacerlo; ella no me escuchó. Tuve que pedirle que se fuera, pero no quería, reclamaba que no podía echarla de su casa, ella ya era parte de mi realidad. Quise atraparla de nuevo, pero se escapaba con una audacia magistral. Me llamó traidora e insensible, me pidió que no falte a mi palabra después de haberle hecho tantas promesas. Al final opté por guardar silencio y luego de ese altercado estuvimos un tiempo conviviendo juntas. Pero como esperaba, comenzó a tornarse insoportable su compañía. La casa era un desastre. Extrañé demasiado la tranquilidad que parecía tener aquella muchacha leyendo en su habitación. 

Tomé la decisión de irme, pero la ráfaga no me dejaba, cada vez que caminaba hacia la puerta ella me tumbaba al suelo con un poco de su viento. Sin embargo, fue tan fuerte mi convicción que logré vencerla después de muchos intentos. Me fui. Cuando miré atrás, comprobé que ya no había nada. La ráfaga y la casa habían desaparecido. Sonreí, un poco vacía. Más tarde comprendí que podía convertir a la ráfaga en otra cosa, algo más bello. Quizás gerberas, dulces, abrigos. Quizás en el futuro tenga suerte y pueda convertirla en olvido.