(Saúl, rey de Israel)
Te agradezco, mujer,
pero no voy a comer. Samuel partió, y con él
el último velo que cubría mis ojos: ahora sé
que no pasaré de mañana, ¿para qué, entonces,
sobrevivir a esta noche? Ya la Sombra
volvió al reino de las sombras, el profeta
al Sheol ―y yo quedo acá. Decime,
si la suerte está echada y los dados son Suyos,
¿queda algo más que maldecir a Dios y morir?
Y todo, ¿por qué? ¿Lo sabés, mujer? Porque yo
franco que no lo entiendo, ni logro deshilar
la trama que me trajo y me lleva, inexorable,
el día de mañana al Sheol. Yo nunca pedí nada:
de pronto fui ungido ―¿entendés?, ungido―
por la Sombra que ahora desprecia mi presencia.
Jamás soñé con un honor semejante
pero no por eso me mostré indigno del aceite:
no bien fui investido frente al pueblo
reuní a Israel para liberar a los de Jabes,
a quienes el amonita habría sacado un ojo,
dejándolos tuertos, y afrentados a todos.
Reuní a nuestro pueblo, y como granizo
sobre los primeros brotes de la primavera
caí sobre Amón, y barrí su fuerza
como el viento a las hojas enfermas de otoño.
Luego, sin siquiera descansar un momento,
sin dar tregua ni a mí, ni a mis hombres, uno tras otro
fui derrotando a todos los enemigos de Israel;
moraran al norte o tuvieran sus tiendas al sur,
acamparan sobre cerros o entre fértiles llanos,
contra todos los que adoran a Baal
o a la obscena Astarté, entablé contienda,
no a distancia sino siempre en el frente,
guardando para mí en cada batalla
el mayor peligro ―no fuera a decir alguno
que Saúl funda un reino sobre espadas ajenas.
¿Por qué habría de asumir reales privilegios,
por qué aceptar el reino y rechazar la inmensa
cuota de peligro que conlleva alzarse
sobre el resto, como si estar más alto
no implicase ser el blanco más fácil?
Ahora, que ya es tarde, me doy cuenta que también
el Señor artero gusta de flechar al grande;
pero entonces era joven, y tenía sed de gloria.
Repito: para mí fue la parte real del peligro
―pero también, por qué no decirlo, del gozo:
qué fiesta, por Dios, el chocar de bronce y bronce,
hacer morder el polvo al enemigo, escuchar
el grito eufórico de los míos, paladear
el peligro y el júbilo de la victoria.
A todos, fui contra todos: uno por uno
libré a Israel de aquellos que la saqueaban
y que un día no pero otro sí, caían sobre nosotros
para quitar el pasto a las bestias y el pan a los niños.
Luché contra Moab y los hijos de Amón,
combatí a Edom y a los reyes de Soba,
fui tras los filisteos y los vencí sin sudar;
volvieron a subir y los hundí otra vez.
Aquel fue el día de mi gloria: la justicia
me revestía como un turbante: los jóvenes
se retiraban al verme, y los ancianos cortaban
sus palabras. Todo eso es cierto, tanto como
que bajaré al Sheol, y aunque ahora no sea más
que aire que sale de mi boca, por Dios, mujer,
cuanto menos merezco que se sepa.
Fue entonces
cuando dijo Samuel: Ahora herid a Amalec,
que cerró sus puertas a Israel cuando
ella subió desde Egipto. Así dice el Señor:
destruid todo lo que tiene, sin perdonar nada:
hombres, mujeres y niños, aun los de pecho;
vacas, ovejas, camellos y asnos:
exterminadlo todo sin excepción. Yo
me dispuse a obedecer ―porque es el Señor,
porque Su aceite me ungió, porque aún se cuenta
entre el pueblo lo que ocurrió en Egipto.
Mi corazón, sin embargo, me inquietaba por dentro:
difícil es objetar nada al Autor de los cielos,
blasfemo sospechar que el mal se esconda
en un mandato Suyo, pero ¿quién calmará al corazón
cuando en la noche insomne se revuelve como una fiera
que emplea sus garras en acallar remordimientos?
Que la orden era cruel y áspera, ni hablar:
una cosa son quienes ―hombres o mujeres―
puedan portar armas, pero ¿los niños?, ¿las bestias?
Que una pobre oveja haya de sangrar porque sí,
sin que nadie vista su lana ni coma su carne
―no tiene mucho sentido, ¿verdad, mujer?―.
Claro, el Señor ―así diría la Sombra―
está por sobre consideraciones tan nimias.
Y tiene razón. Que lo diga, sino, Abraham.
Es uno el que con mente geométrica se empeña
en pensar estas cosas.
Fui, pues, a Amalec
y los barrí desde Hávila hasta llegar a Shur.
Cayeron hombres y mujeres, sí, y también niños.
Palabra de Dios, mujer, yo quise ser implacable.
Pero hay una cierta cantidad de muerte que,
no sé si un dios, pero definitivamente un hombre
puede soportar, y no es ilimitada: la arena bebe
y traga hombres y bestias sin parar, pero los ojos
se cansan de ver cadáveres, y las manos de hacerlos:
la sangre derramada anega el suelo, y pronto su olor
impregna el aire al punto que uno no puede caminar,
apenas moverse; tal es el mareo que provoca.
Somos hombres, no chacales, y la alegría de la lucha
se marchita al devenir exterminio. Y además,
pedirle al pueblo que, tras segar una cantidad atroz
de gargantas, muchas de ellas indefensas, agarre
vacas gordas que pueden alimentar a sus hijos
y ovejas que pueden vestirlos, y las aniquile
así no más, sin dejar una… Era imposible.
Diría la Sombra que para el Señor nada lo es,
pero yo no lo soy: apenas un rey de hombres,
cuya autoridad depende de que se cumpla
su palabra, y dar órdenes absurdas
es una excelente manera de perder un trono
―pero claro, Yahvé el Señor nunca pierde.
Dejé, pues, que el pueblo tomara para sí el ganado
y cuando vuelvo donde Samuel, ¿qué encuentro?
¡Que ser razonable me iba a costar el trono!
¡Que el Señor, por no ser suficientemente sangriento,
iba a rasgar de mí el reino y dárselo a otro!
Como pecado de adivinación es la rebelión,
y como ídolos e idolatría la obstinación;
por cuanto tú desechaste la palabra del Señor,
él también te ha desechado como rey.
Siempre elocuente, ¿no?, la Sombra, ojalá
cautive a otros en el Sheol. Nada dijo,
claro, de penitencia, ninguna posibilidad
de enmendarme, y recuperar la gracia.
El que es la Gloria de Israel no es hombre
para que se arrepienta. Pero qué duda cabe:
¿tiene Él ojos de carne?, no, ¿pies que sientan frío?,
Menos aún. Lo que sí tiene es una balanza,
y ahí nos mide según una escala de hierro.
¿Te parece bien, mujer? ¿Te parece eso justo?
Yo perdono al rey Agag; Samuel lo corta en pedazos,
¡y es a mí a quien abandona el Señor!
Que no, mujer,
no voy a probar bocado. Guardá tus panes, no
vaya a ser que Él te haga partícipe de mi culpa.
Guardalos, o mejor aún lleváselos a David
ya que todo va a ser de él: el trono, la gloria
y los jirones de mi reino con los que el Señor
tejerá un manto hermoso para que luzca frente al pueblo.
Y David lo llevará bien, eso es seguro: Dios
está con él, más de lo que nunca estuvo conmigo
―a mí me eligió, pero a él lo ama―.
¿Y por qué no a mí, mujer, por qué no a mí?
¿Tan necesaria era la sangre de esas bestias,
tanta falta le hacía el aroma de su muerte,
que mi vida deba pagar por ello? ¿Será
que el Señor me eligió como su carnicero solo
para desecharme en cuanto me tembló el pulso?
¿Qué mi deber no era reinar sino, cual jardinero,
desmalezar la tierra del futuro rey David?
¿Tanto he bajado desde mi cenit que es menester,
ahora, tirar mi vida al Sheol como se tira
la fruta podrida más allá de toda redención?
El pueblo me reprocha mis crímenes con justicia,
y aún lloran en Nob las familias de sacerdotes,
pero nadie sabe que fue Él quien deslizó en mí
el gusano que habría de carcomer mi alma.
Porque fue entonces, tras derrotar a Amalec
―y no se te olvide que efectivamente lo hice:
fui, vi y vencí, por más que ahora sea castigado
como si hubiese defraudado el Nombre―,
fue entonces que el espíritu maligno, cortesía
del Señor, comenzó a atormentar mis noches
―y claro, solo David podía alejarlo con su arpa.
David, siempre David… Su hermano quiso advertirme
pero fui seducido, como todos, como mi hijo,
como Yahvé mismo. Mató a diez mil, cantaban
las mujeres, mató a diez mil y yo solo a mil,
después de vencer a Goliat. El Señor estaba con él,
y desde ese momento también el pueblo.