Avanzo hacia el final de la carretera.
Quiero creer que la tierra es cuadrada.

Alfredo Ilama

Alguna vez tomé la ruta de la ballena.
Fue imprudente. Me arrastró una cabellera
de serpiente en la que estaba enredado,
me perdí entre corrientes de forma espiral.
La inercia heterogénea de las cosas
no bastó para anclarme a la ciudad,
ni el latido ensordecedor de las calles,
ni el peso de las hojas en los adoquines,
ni las noches con regusto a sudor
pudieron más que una promesa incierta,
la sospecha de que tras la cresta de alguna ola
me esperaba el naufragio, o su mirada.

Como quien salta desde un puente
amarrado a una cuerda elástica
buscando una inyección de adrenalina
(pero esa no era mi droga),
o quien repasa cada rostro en el boliche
a ver quien tiene una raya o pastilla
(y tampoco esa era mi droga)
me arrojé, y rodé durante meses, a lo largo
de dos continentes y siete mares,
confiando apenas en el paracaídas
(¿es que tenía?, ¿de qué material estaba hecho?)
pero resuelto a caer, a explorar el vacío,
palpar la resistencia del aire contra el cuerpo.

Dejé el Atlántico por el Atlántico,
quemé las naves y subí a una nave.

Cuando llega el verano tengo que irme,
dijo Kerouac. Yo prefiero sudar
el calor en casa, y partir en cambio
cuando el frío se mete entre las grietas
y se arremolina ante las ventanas.

En primavera las mujeres salen de sus abrigos,
descubren sus pétalos y hacen de la ciudad
un jardín de delicias. Entonces no anhelo
más que su aroma entre las calles, pero ahora,
cuando se marchitan los frutos del verano
y la sangre despierta de su siesta estival,
ahora denme la ruta, y que arrecie el viento.

Ya había incendiado mi vida antes,
decretado una noche de San Juan
en la que ardiera todo lo superfluo
(e incluso aquello que no lo era),
ya había desconectado y clausurado
vías abiertas que avanzaban sin reparo
a futuros serenos y convenientes
pero encerrados en los límites de mi valle,
y los cambié por horizontes más vastos
(aunque lo fueran solo en mi cabeza),
panoramas inciertos donde la noche
se extendía infinita e impredecible.

En aquel entonces era un adolescente,
y un corazón ardiente parecía lógico;
lógico era que no me bastaran
la silueta del Irazú, las playas de Guanacaste;
lógica la sed de viaje, lógicas
las ganas de mandar todo a la mierda
en pos de un destino sudamericano.
Ahora no tenía esa excusa, ahora partía
sin poder responder las caras perplejas;
ahora me guiaba la razón de la sin razón,
el vicio que ninguna palabra conjuraba.

Pero ya no era suficiente Buenos  Aires,
ni sus cien barrios, ni sus siete estaciones;
no bastaban los palos borrachos,
ni las voces que en una esquina cualquiera
daban inicio a la odisea de la noche;
no bastaban los acordes de una guitarra
ni un cabeceo al borde de la pista
porque una ausencia, una sola,
pesaba más que toda la ciudad.

Maelstrom – 2