La Perrera, publicado por la editorial artesanal Ninguna Orilla, es el primer libro de Gustavo Barco (Buenos Aires, 1971). Se compone (y en esto recuerda los cuentos de Nick Adams de Hemmingway) de once relatos entrelazados, en su mayoría narrados en primera persona por la figura de “Gusty”, doble del autor, en un registro que va del costumbrismo al realismo mágico. El aspecto autobiográfico es evidente y algunos cuentos pueden leerse en clave de crónicas (en particular el último, donde aparece el narrador adulto en faceta de periodista), pero eso está lejos de agotar la potencia del libro.

    Los cuentos transcurren en la ex Villa Piolín y actual barrio Charrúa, en el barrio porteño de Villa Soldati, donde el autor creció durante las décadas del setenta y ochenta. Este espacio físico, los personajes que lo habitan y las experiencias que allí se despliegan, implican una torsión y un desplazamiento respecto de las imágenes y los relatos que usualmente constituyen el Buenos Aires ficcional. Lejos de los edificios afrancesados de Recoleta y el centro, de las casas señoriales de Belgrano o Villa Devoto, la narración discurre por el cuadrante suroeste de la ciudad, entre los pasillos precarios de la villa y los terrenos baldíos, cerca del Riachuelo aunque lejos de la mitología que construyó el tango. (Incluso en la música puede verse la diferencia: cuando suena una canción se trata de una cueca o algún otro ritmo andino.)

    Barco nos muestra una comunidad de inmigrantes, pero no es la inmigración europea incansablemente representada en la literatura y consagrada como parte esencial de la identidad porteña y argentina (los que “bajaron de los barcos”). Los protagonistas son bolivianos e hijos de bolivianos que llegaron por tierra, en tren o en micro, y que vienen de paisajes andinos que parecen casi irreales mirados desde la planicie pampeana. Se trata, desde el punto de vista de las autoridades, de una inmigración no deseada (se sabe, el artículo 25 de la Constitución habla de fomentar la inmigración europea), y la policía se los recuerda cada vez que aparece en los Falcon verdes para hostigar a los habitantes de la villa.

    A primera vista, el libro ofrece una estructura bastante clara: el primer cuento habla del incendio donde se conocieron los padres del autor, mientras que el último narra la vida del padre, que durante mucho tiempo fue un misterio para Barco. Sin embargo, dentro de ese círculo se proyectan líneas de fuga que hacen de La Perrera algo más y lo alejan de la consabida “literatura del yo”. Podría pensarse el libro como una novela de aprendizaje a la manera de El juguete rabioso, una picaresca villera, pero eso implicaría pasar por alto el hecho central de que el foco narrativo  casi nunca está puesto en el doble del autor, sino en aquellos que lo rodean, y aunque se anuncia que el narrador saldrá de la villa, ese momento no se dramatiza, ni tampoco lo que conduce a él.

    Es así que el protagonista del libro no es Barco, ni tampoco su alter ego Gusty, sino su familia y, sobre todo, el barrio, la comunidad. El primer cuento, que narra el encuentro de don Américo y doña Martha, trata sobre todo de la refundación de la villa, y es una afirmación de la voluntad de sus habitantes: “Si ellos levantaban de la nada los edificios más altos de Buenos Aires, ¿no iban a poder construir las casas para sus hijos?”. Si bien hay algunos cuentos donde Gusty tiene un rol más protagónico (“La perrera”, “Barquitos de sal”), en la mayoría es más que nada un espectador; en “Túnel del diablo”, cuento con fuertes ecos de Carpentier, ni siquiera aparece.
Los mejores cuentos son los que más se alejan del realismo o la crónica (“Infierno verde”, “Túnel del diablo”, “Barquitos de sal”). Por eso, aunque el mundo que revela Barco resulta fascinante, sería un error quedarse con ese aspecto “sociológico”: una crónica tradicional difícilmente ofrecería imágenes como la del diabólico Tío de Potosí violando a un narco en un túnel bajo la villa 1-11-14; o la del coreano Chang que después de muerto llega a la casa de la familia de Gusty en el día de todos los santos en busca de sopa de maní; o la de Ceferino, amigo de Gusty, que baila bajo la lluvia mientras las almas de sus padres recién muertos esperan que les perdone el maltrato sufrido para poder partir, pero solo reciben insultos.

    La ficción (que un relato acceda al estatuto de ficción) es una categoría que el mercado resguarda con alguna mezquindad cuando se trata de voces marginalizadas: los pobres y las travestis no crean literatura, solo testimonios. Pienso, por ejemplo, en los intentos de calificar Las malas de Camila Sosa Villada como autoficción o literatura del yo, resistidos por la propia autora, que defiende así su derecho a escribir ficción. Sería injusto que algo semejante le pase a La Perrera, ya que el libro de Barco rompe con esa etiqueta y despliega sin complejos su particular naturaleza ficcional: la ex Villa Piolín no solo alberga otra Buenos Aires, sino otra mímesis de la ciudad.

(Publicado originalmente en Evaristo Cultural)