1

Con su sofisticado sonar, el murciélago
choca contra la ventana. Apenas una mancha,
finalmente reconozco su silueta vadeando
papeles desnudos. Solo y extraviado,
cuán lejos de su infame turba, cuán lejos
del turbio elemento que engendró su vuelo.

¡Hace tanto no venía! Lo recuerdo
de noches cálidas: abierta mi ventana
a la brisa estival del deseo,
un chillido traspuso el umbral, y sus alas,
cual orquídea negra en eclosión,
solidificaron el aire en circuito espiral,
denso el guano y denso el pálpito
de las moléculas en plena furia.

Pero ahora amanece, el cielo será
del todo claro, y qué hará el ave umbría
en la blanca luz del día –marchitarse,
seguramente, o agenciarse un entierro.
Roto el equilibrio, no nos queda
sino esperar la nueva noche, sino aquilatar
nuestro hedor temprano en la tierna arena.

2

Cruzando el río, cruzando
el menos profundo de todos los charcos
y el más tramposo de todos los abismos,
oigo aletear en torno mío
las aves nocturnas que tan bien me conozco.
No recuerdo dónde antes las vi
y entre una margen y otra,
¿qué alas pueden surcar qué lindes?

La lancha sortea los juncos, y ellas,
tercamente ciegas, sortean faros. Mejor así.
Si cayeran en pleno vuelo, sembrarían
el río de espectros, pero mejor
recoja otro esa cosecha: yo agradezco
la compañía nocturna, la persistencia
en las ondas y lo indebido, el rumor
que su hambre deja en el aire.

Pero amanece, y las miles de alas
agitan la superficie como un coro de bacantes
que no tiene más vino, letras disueltas
por el fervor de la corriente impía, petroglifos
que con evanescente tinta dibujan
la palabra imperecedera entre las aguas.