El discurso patriarcal acerca del cuerpo femenino muerto ha portado miradas que van desde el deseo que ve belleza en la muerte hasta el morbo. En el contexto argentino no hay excepción: lo evidencian los versos de Echeverría sobre la muerta María en La Cautiva: “la muerte bella la quiso”, abriendo así la historia de la literatura nacional con la imagen de la mujer como bella y deseable aún posterior a la muerte. Lo evidencia así mismo el suceso real del macabro secuestro del cuerpo de Eva Perón. Nuestra cultura se ve atravesada por un tratamiento social que no permite a las mujeres descansar en paz.

  

Lectoras acostumbradas a -cansadas de- estas imágenes nos preguntamos ¿qué sucede cuando esos cuerpos son recuperados y representados por una escritora mujer?

  

“Me parece muy poderoso narrar la violencia” dice Selva Almada en una entrevista. Y así, podemos pensar que encontramos una respuesta en la lectura de su novela Chicas muertas (2016) que, desde su carácter denuncialista, revela y rechaza la inoperancia -violencia- del Estado frente a la mirada morbosa del femicidio de Andrea Danne: “Todos entrando y saliendo de ese dormitorio. Los más impresionables, vichando desde la puerta. Un asesinato ocurrido en la intimidad de una casa de familia, que tuvo la misma exposición que una muerte callejera.” (p. 134)

  

Saciado el morbo, no sólo el femicidio de Andrea Danne sino el de Sara Mundín, María Luisa Quevedo -y tantos otros, que a veces solo nosotras recordamos- son rápidamente olvidados por los medios y por la justicia, en fin: desechados. Pero estos restos son aquello que, como señala Quintana (2020), “retorna y mantiene abierta la clausura de sentido” (p. 138). Los restos vuelven para encontrar una re-visibilización en el texto de Almada y, de este modo, “la literatura avanza proponiendo relatos que ponen en escena aquello que el derecho, los medios de comunicación y el Estado dejan afuera o no pueden resolver” (Kreplak, 2020:152), reconstruyendo las historias de las mujeres asesinadas, devolviéndoles su subjetividad.

  

Quizá la tarea de la narradora, entonces, se encuentre en las palabras que utiliza la vidente para hablarle: “Tal vez esa sea tu misión: juntar los huesos de las chicas, armarlas, darles voz y después dejarlas correr libremente hacia donde sea que tengan que ir” (p. 50). Los desechos encontrarían la voz en el texto de Almada. En este sentido, Oviedo señala que la autora “pretende restituir las vidas de esos “cuerpos que no importan”, desplazando el foco de la muerte”, (Oviedo, 2015:4). Un modo de hacerlo, será fabulando los pensamientos de las víctimas, llenando lo imposible de recuperar a partir de la imaginación: “Andrea se habrá sentido perdida cuando se despertó para morirse.” (p. 37).

  

Pero es posible preguntarnos: ¿qué factor le permite a Almada reconstruir este tipo de pensamientos?

  

En este punto, podemos pensar que la no ficción de Almada logra proponer una representación diferente a los antecedentes literarios escritos por sujetos varones en los que no se escuchan las voces de las propias víctimas por su lugar de enunciación: el de ser mujer, y en un momento en que “los movimientos sociales y los cambios jurídicos llevan a modificar los modos de narrar, representar y leer los asesinatos de mujeres y cuerpos feminizados” (Kreplak, 2020:151). Estas razones le permiten no sólo traer y reconstruir la voz de las débiles, sino emparentarse con ellas (Kreplak, 2018:49). En este sentido, la inserción de la autora en el relato de un modo autobiográfico no la escinde de lo que narra, al contrario, la constituye como potencial víctima.

  

Así, el relato sobre la desaparición de Sara Mundín la lleva a recordar y relatar su propia experiencia siendo acosada junto con su amiga en el auto de un violento; un sospechoso del femicidio de Andrea Danne, Aldo Cettour, la retrotrae a la historia de un acosador de su propio pueblo, Bochita Aguilera; su fallido encuentro con Yogui la conduce a los carnavales de Villa Ángela, donde presencia a depravados fichando pibas mientras estas esperan entrar al baño. De este modo, su experiencia hilvanada a la de las víctimas evidencia que la violencia patriarcal es la experimentada por muchas mujeres y que resulta en que “las mujeres estamos expuestas constantemente a la violencia y que es la vulnerabilidad lo que nos constituye políticamente” (Kreplak, 2020:160). Finalmente, su condición de potencial víctima se establece en el siguiente -y potente- fragmento: “Ahora tengo cuarenta años y, a diferencia de ella y de las miles de mujeres asesinadas en nuestro país desde entonces, sigo viva. Solo una cuestión de suerte.” (p. 182)

  

Desde los postulados de Cabral (2018) podemos pensar que, de esta forma, la memoria personal de la autora se pone en circulación al mismo tiempo que las memorias subterráneas, componiendo así un anecdotario colectivo, una memoria colectiva, la de las mujeres. Así, “la experiencia personal se transforma en una experiencia política y literaria” (Ludmer, citada por Kreplak, 2020), y no sólo de quienes integran el relato, si no de aquellas que como lectoras, nos sentimos interpeladas por la experiencia femenina de vivir en la sociedad patriarcal y de, por ende, vivir siendo potenciales víctimas.

  

En fin, es posible reconocer que el eje de la crónica es, como señala Oviedo (2015), la reconstrucción de las historias de las víctimas. Al mismo tiempo, un movimiento propio de la literatura de Almada es emparentarse con estas historias: este es el modo en que se propone una representación distinta de la mujer muerta. Es la forma en que, además, los restos que retornan a Chicas muertas, vuelven al texto uno de aquellos que “carcomen los imaginarios fundantes” (Quintana, 2020:142) ya que cuestionan las representaciones que portamos sobre los cuerpos de las mujeres muertas.