«Qué ecuación difícil», pensó Héctor rasgueando la pantalla con su uña. El segundero avanzaba y no dilucidaba cuál de las respuestas no tenía una trampa. Sentía la ansía por la perfección en su lengua, en su pulso, en sus pies que colgaban de la silla de montar. Aunque era práctica para el examen de matrícula que tomaría al volver a Ahuachapán, le daba la misma seriedad. Cuando se sintió confiado, tocó «ninguna» y sonó como la respuesta correcta.

—¿Cómo vas con la prueba de matemática? — le preguntó Benya desde su caballo seco, al cual se aferraba con sus llantas en lugar de usar silla.

El joven levantó la mirada de la pantalla y vio a la lente de su tutora.

—Voy mejorando mi tiempo, aunque todavía me falta la mitad— le contestó. —¿Cuánto más vamos a estar acá?

—Desconozco— dijo, y se dirigió al gaucho que lideraba la tropilla: — Francisco, ¿tardaremos mucho en retomar el viaje?

Este rotó su cabezal y enfocó a sus compañeros a lo lejos, que se encontraban alrededor de la vaca rezagada.

—Ya le colocaron una pierna nueva, señora Rodríguez, no deberían demorarse en volver. ¿Están con apuro?

—No, el grupo con el que acordé para seguir a Uyuni parte en una semana, la idea es recorrer lo más que podamos. El problema, sabrá, es el calor del mediodía.

Observó a Héctor, que se había bajado del caballo para arrojar la yerba mate, ya sin hielo, a la compactadora. El ventilador que colgaba del toldo fotoeléctrico le alborotaba el pelo corto y negro y, aún así, pequeñas gotas brillaban y se esfumaban sobre su rostro bronceado. Tenían el cerramiento para encender la refrigeración, pero no podían hacerlo al costado del camino tras-chaqueño, había que llegar al sitio de acampe.

Héctor cerró la tapa del aparato y fue a colocar más de la hierba en el recipiente con sorbete. Le había tomado gusto al brebaje en Bahía Negra, donde una posadera le enseñó a prepararlo a su estilo. Benya suponía que era por lo estimulante, él ya tenía una afición por el café cuando lo conoció en la plantación donde trabajaban juntos. Cuando le agregó hielo al agua y al recipiente, se le ocurrió que también podía ser el frío.

—¿Pasa algo? — preguntó cuando vio que ella lo miraba.

—Nada, me preguntaba si esa bebida te hará bien, ya es el tercero que tomás desde que salimos.

Héctor se río mientras trepaba a la silla nuevamente.

—Es re suavecito el tereré, no pasa nada, además ayuda con la concentración. Igual con el silencio y aburrimiento que hay, mucha no necesito.

—Paciencia, esperar tuve yo que hacer cuando…

—No voy a escuchar otra historia de guerra— interrumpió él, —termino la prueba y hablamos.

Francisco giró y los enfocó a ellos.

—Yo quiero escucharla, me anotó para cuando la cuente. En cuanto estemos en Pozo del Buey, de hecho, podemos hacer una ronda, nosotros tenemos bastantes.

—Sí— dijo Benya veloz, —Ramón me prometió cuando lo contraté que nos contaría la historia del Gran Chaco. Sabe, venimos en un viaje de estudio por la Federación Americana, queremos conocerla lo más que podamos.

—Estuvimos en mil lugares— se sumó Héctor, incumpliendo su palabra, —salimos de nuestra casa en coche hacia el norte, hasta Cancún. De ahí, un barco con el que recorrimos la costa del Caribe hasta la boca del Orinoco, y luego nos pasamos meses en la hidrovía. Cuando bajamos en Bahía Negra fue raro.

—Sí, fue una discusión si seguíamos hacia los Estados del Cono Sur, pero se nos complicó con la documentación para entrar en Asunción así que lo descartamos. Ahora cruzaremos los Andes y regresaremos por el Pacífico hasta Ahuachapán.

—¡Que camino, quién pudiera hacerlo!—  se sorprendió Francisco. —Yo soy de Rosario, más al sur siguiendo los ríos. Es una linda ciudad, visítenla cuando puedan, aunque me fui porque nunca sería más que un auxiliar de cátedra. Pero, ¿cómo tienen el tiempo, pagan todo eso?

—¿Conoce la fusionadora trifásica? Trabajé en el diseño y construcción del prototipo como técnica, ese aporte ínfimo resultó en una fortuna gracias al programa nuclear de la Federación. Igual nada dura para siempre, nuestro estudio incluye nuevas oportunidades para Cosechas Unidas, que contribuye en algunos asuntos profesionales de nuestro viaje.

—Esos animales se ven como una, tía— la interrumpió su ahijado. —Temprano vi como les ordeñaban una pasta de la panza, son diferentes a las que investigamos en Zulia. ¿Qué era lo que le sacaron?

—Eso era pasta de vinilo— explicó el gaucho, —aunque no es lo único. Son vacas multi-función, lo que deben haber visto son aspiradoras. Estas, ademas de juntar, procesan el material en varios estómagos. Aprovechamos que Unión por la Libertad incluye el pastoreo en el peaje que cobra por los caminos y vendemos a demanda pueblo por pueblo.

—Fascinante— dijo Benya, —es verdad que podría servirnos para trabajar el terreno escarpado, y la central de Ahuachapán siempre tiene demandas. ¿Te ves con esa tarea, Héctor? Yo le tomé gusto a esto de andar a caballo.

—¡Sí! Mejor que estar de aprendiz en el cafetal. Hasta yo les podría enseñar a varios…

—Nosotros las compramos en Santa Cruz de la Sierra— mencionó Francisco, —ahí seguro les explican más. Fue nuestra salida de la milicia, estábamos en la proveeduría y la rutina era intensa. Aprovechen, aunque tengan que desviarse al norte, pregunten en la Universidad.

Ramón y Niza regresaron al grupo, el segundo llevaba uno de los soportes de la vaca accidentada con una especie de hoja atravesada en su articulación. El androide la movió y mostró como las fibras trababan la pierna.

—El pobre animal pisó un chaguar— señaló Ramón —y tuvo el infortunio de que parte de la roseta se deslizara entre las guardas de la pantorrilla. Podemos seguir sin demoras, en el campamento la limpiaré y quedará como repuesto.

Francisco asintió, pero un ruido entre los arbustos interrumpió la conversación. La primera en reaccionar fue Benya, quien detectó las figuras agazapadas que se acercaban al toldo y espoleó a su caballo para cruzarles el paso. Estas, ya sin el factor sorpresa, se alzaron y apuntaron con sus fusiles al grupo y a Benya, a la que le gritaron que se detenga. Aún con su maniobra repentina no dispararon, se dijo, por lo que les hizo caso.

—¿Quienes son?— preguntó mientras colocaba su caballo entre el grupo y sus armas.

—Somos las fuerzas del cielo, dragona de mierda— contestó quien parecía liderar el grupo, —y venimos por el nuestro. Libérenlo y vivirán.

Benya los analizó un momento. Sus rostros mostraban las marcas de la deshidratación y la insolación, sus armas de principio del siglo, el desgaste de demasiadas temporadas en guerra. Sintió lástima, pero también su fanatismo, y eran un peligro para el resto.

—Están confundidos— les explicó. —Yo soy su madrina, su guardián legal, y no voy a dejar que se vaya con unos desconocidos. Si él quiere, pueden hablarle, solo si bajan sus armas.

—¡No, no quiero, que se vayan!— les gritó Héctor desde detrás de los gauchos, quienes también se habían interpuesto.

—Ya lo oyeron— retomó Benya, —retírense. ¡Ahora!

El miedo era evidente en su respiración, en sus ojos, pero ninguno cedió ante ella, ni bajaron los cañones empuñados ni se deslizaron de vuelta hacia el bosque.

—No lo abandonaremos, sabemos que le lavaron la cabeza— respondió el líder. —Entenderá las mentiras que le introdujeron cuando lo llevemos a nuestra comunidad, entre personas de verdad y no máquinas endiabladas.

Uno de ellos, atrevido, quiso avanzar hacia el grupo, pero no dio un paso que frenó ante el reajuste de Benya. Movió su caballo un poco hacia atrás y un lado, colocando de esa forma al grupo entero en el ángulo de ataque. Descargó sus capacitores y retrocedió el resorte magnético de su escopeta, la nube lista para salir, y sin embargo, se veían confundidos ante lo que sucedía. Estaban ciegos a su poder de tan obsoletas que eran sus herramientas.

—Soy una máquina de matar del Ejército de Liberación, enfrenté cosas peores que sus cartuchos viejos— señaló ella. —No estamos sujetos a sus dictámenes ni aunque visitásemos su comunidad, y su intento de imponernos uno es un acto supremacista. Esta es mi advertencia legal: bajen sus armas o mueran como tales.

No hubo movimiento tras esa palabra, el canto de la chicharra era lo único que se sentía en el monte. Ninguna de esas personas sabía que hacer, si continuar su mandato o enfrentar la retirada, desde el líder canoso al joven que debía tener unos años más que Héctor. Uno fue el que se decidió, Benya lo vio en el temblor de su párpado, en el ajuste de su hombro, la tensión en el brazo que bajaba rumbo hacia la bala. Él los condenó a todos.

Así dieron inicio a la batalla, pero ella no dejaría que hubiera un intercambio. La cubierta de la escopeta se eyectó tan veloz que se desintegró en partículas finas como la arena, que fueron sobrepasadas por el plasma incandescente abriéndose en un cono inmenso. Golpeó a los supremacistas a tan solo una fracción de la velocidad de la luz, pero fue suficiente para borrar de la existencia sus cuerpos.

Una luz azul y blanca cubrió al grupo en el toldo, que se desprendió con la potencia del estallido. La ráfaga trajo el olor del aire enrarecido y cenizas a la nariz de Héctor, que se estremeció mientras lo atravesaba el trueno. Cuantas veces le había pedido a su tía que le dejara usar la escopeta de plasma, y siempre le había dicho que no. Ahora que estaba enfrente el resultado, no sabía si prefería hacerlo.

Benya dio vuelta su caballo y regresó hacia ellos. Los gauchos habían descendido de los suyos, recogían y guardaban apurados el toldo y las cosas en las alforjas, convenía no quedarse más tiempo en ese sitio. La mirada del joven estaba perdida en las columnas de humo que se alzaban de la tierra quemada, la única cicatriz que quedaba del uso del arma. Su madrina se le acercó y posó una garra en su hombro, que él sujetó.

—¿Están bien, señora Rodríguez?— se preocupó Francisco.

—Sí, deseaba que este fuera un viaje tranquilo— contestó en voz baja, —Héctor ya ha tenido suficiente violencia para una vida entera.

—Hay varias aldeas tecnófobas por esta zona— les indicó Ramón. —Normalmente nos dejan en paz, pero se ve que ustedes les llamaron la atención. Supongo que creyeron que podían ponerlo a tirar de un arado diciéndole que eso es lo que hacen los verdaderos hombres.

—Sí, la mayoría están al borde de la quiebra y extinción— agregó Niza, regresando a su caballo. —Buen trabajo, señora Rodríguez, nadie de Unión por la Libertad extrañará a esos criminales.

—Exacto, la libertad no es para fanáticos, nada impide que te quemes frente al Sol— dijo Francisco, y notó que Héctor continuaba perdido en sus pensamientos. —Oiga, señor Rodríguez, ¿usted come carne de vaca?

El joven se sacudió y lo miró con extrañeza.

—Sí, ¿por?

—Pensaba que le podíamos enseñar a sacar una lonja al lomo así come en el campamento. No es complicado, se desconecta la sección y luego vuelve a crecer, ya lo verá.

El gaucho vio como se esbozaba una sonrisa en los labios de Héctor, y hasta creyó oír a su estómago agitarse.

—Dale, sí, cada vez me gustan más esas vacas— dijo, y rió luego.

—Perfecto, entonces estamos listos para seguir— aseguró Benya. —Ya hice la denuncia, vendrán a investigar el incidente y me entrevistarán en Pozo del Buey, debo esperar a la milicia ahí.

Con lentitud retomaron el paso, las vacas siguieron el llamado de radio y pronto la columna estuvo en marcha. La única conversación fueron las preguntas incesantes de Benya a Ramón y Francisco por cada bicho que se arrastraba y yuyo que crecía en el monte. Héctor quiso distraerse en los ejercicios matemáticos, pero se encontró mirando de reojo cada tanto al humo distante en el camino. No tardaron más de una hora en llegar al pueblo.

Allí, montaron y cerraron el toldo como refugio, aunque todos se quedaron afuera, primero en la faena del lomo y, luego, en el asado al que también invitaron a algunos lugareños. Los investigadores llegaron en plena comida y apartaron a Benya para el interrogatorio y recopilación de evidencia. Le aseguró a Héctor que no tendría problemas, aunque eso no lo dejó del todo tranquilo.

Cuando al fin se retiraron, liberándola de la investigación, pudo relajarse. Era la única persona que tenía en el mundo, una amiga que lo veía sin lástima o condescendencia. Se retiró a dormir la siesta tras la comida, aunque solo logró conciliar el mismo sueño al que regresaba, el cráter dejado por la Alianza Atlántica tras el bombardeo en el que murieron sus padres, un campo de batalla que le había pedido conocer a Benya.

Esta vez, sin embargo, él tenía la escopeta de plasma entre sus manos y supo que ese cráter no era el mismo de siempre. No, ese lo había causado él en su furia, en su venganza contra quienes le habían arrebatado algo que ni siquiera había llegado a conocer realmente. Abrió los ojos, como tantas otras veces tras ese sueño, y miró la pared del toldo con una sonrisa de dientes expuestos. Esta vez, ya no tenía miedo.