La habitación era completamente blanca. No había un rastro de color en ella. Y Denis ésto lo sabía bien. Había revisado cada rincón dentro de ese espacio que parecía infinito y, a su vez, limitante.

   En un punto inubicable del lugar, un pequeño sintetizador tocaba sus propias teclas. Brindaba siempre la misma melodía, las mismas ocho notas que constantemente se repetían incansables, eternas. Para cualquiera habría sido una tortura, pero su huésped ya estaba acostumbrado.

   La habitación blanca no generaba en Denis emociones fuertes, incluso diría que no generaba ninguna. Todo sentimiento se encontraba monocromático.

   Producía, quizás, aburrimiento.

   Su entretenimiento salía de mirar el techo por horas, de un blanco tan puro que a veces no distinguía que hubiese realmente uno. Terminaba por desorientarse terriblemente. No es la primera vez que aquello le producía náuseas que tristemente resultarían en nada. Denis daría lo que fuera por sentir aunque sea el asco de tener el vómito subiéndole por la garganta.

   En varias ocasiones había intentado salir a buscar emociones en otros espacios, pero en la habitación blanca no existen las puertas, sólo el dibujo a mano alzada de una. Sus líneas se encuentran trazadas sobre la nada misma. En el lugar de Denis es muy difícil saber dónde están las superficies. No recordaba cuándo había sido la última vez que se chocó con una pared, mas tampoco le interesaba saberlo.

   A este punto, los recuerdos no eran más que cuentos que se contaba para dormir. El concepto de tiempo ya le era borroso, y no sabía distinguir días de segundos. Por un tiempo intentó tomar las notas del sintetizador como referencia, pero se rindió cuando lo encontró inútil.

   Anhelaba sentir algo más allá del vacío. Pero nada existe, ni nada parece tener el plan de existir pronto.

   Para mantener las cosas activas solía remodelar la habitación. Como no podía mover muebles debido a su ausencia, cambiaba de lugar lo único sobre lo que tenía más o menos poder: él mismo.

   —Hoy, en mi entendimiento de lo que es “hoy”, voy a moverme diez centímetros hacia la izquierda—parando para pensar, tomaba suavemente su mentón y miraba el paisaje blanco—… ¿Cuál es la izquierda? Como sea —se decía, y procedía a mover sus débiles piernas a la dirección que sintiera indicada.

   Había algo en la habitación, sin embargo, que no se atrevía a cambiar. Procuraba incluso no mirarlo demasiado. Un cuchillo de mango rojo descansaba en el lugar. Denis no tenía forma de probarlo, pero juraba seguro que el objeto se encontraba en el medio de la habitación. Era tan brillante como extrañamente bello.

   Denis se alejaba del color. Sabía que en el fondo lo deseaba más que a nada dentro de su pequeña-gran habitación, pero no podía evitar sentir el instinto de querer correr tan lejos como pudiera ante el más mínimo cambio. Definitivamente había algo que lo alejaba de cualquier cosa que desentonara con el lugar.

   Había momentos, empero, donde pasaba lo que sentía que eran largos ratos mirando fijamente el cuchillo. Procuraba no moverse de su lugar, pero no podía dejar de pensar en el objeto. No sólo quería ese color, sentía necesitarlo como si de respirar se tratara.

   Pasaron noches, semanas, meses o años hasta que decidió finalmente acercarse. Esta vez, las náuseas que le produjo el techo parecían haber chocado de forma distinta con él. No entendía cómo aún no era capaz de vomitar ni de sentir nada en general.

   Se arrastró por el vacío suelo de la habitación. Sus piernas no sentían nada, pero sobre algo estaba arrastrándose. No terminaba de resolverse sobre si no había un piso o simplemente sus piernas ya no respondían al tacto. No era un pensamiento que le ocupara mucha importancia en la cabeza, de todas formas. Decidió descartarlo.

   Ya estando lo suficientemente cerca, tomó el cuchillo. Estuvo un momento largo, o demasiado corto, apreciándolo. Buscó hasta el más mínimo detalle. El cuchillo estaba impecable, y parecía no haber sido usado antes. Se preguntó cómo habría llegado allí entonces. No encontró respuesta.

   Denis se acomodó, sentándose en algún sitio -o en ninguno-. Elevó el cuchillo en dirección al techo y se vio reflejado en él.

   Se apuñaló.

   Inhaló fuertemente. Sacó el cuchillo y volvió a introducirlo.

   Otra vez, y otra.

   —¿Por qué, entonces, no sangro?