Ya no sé cuánto llevo acá sentado en mi escritorio intentando hacer algo que tampoco recuerdo. No me deja de sorprender lo colgado que estoy. Llevo días sin salir y no me importa demasiado. Giro la mirada hacia la puerta de la habitación vacía del departamento. 

Desde que me mudé acá, hace un par de años, siempre viví solo y sobró un cuarto. Lo fui llenando de mis diarios personales, pinturas, dibujos, fotos viejas, fotocopias y demás porquerías que dejé ahí, esperando a que tuvieran alguna utilidad. Bien las pude haber tirado, quizás mejor.

Venía fantaseando ahorcarme ahí mismo. Hay una suerte de gancho en la pared. Vaya uno a saber qué habría colgado de él antes. Algo pesado seguro, quizás un espejo grande, porque soporta el peso de mi cuerpo. Tengo hasta una sencilla carta preparada con varias disculpas, incluyendo una al pobre cristiano que deba limpiar el enchastre.

Pero últimamente no he podido siquiera abrir la puerta de la habitación vacía. Me invade el terror, me excede. Algo adentro mío me impide ingresar. Supongo que es el aferro a querer vivir… O, mejor dicho, a creer vivir, porque esto no es vida, no este encierro…

Hoy estoy particularmente cansado. Más que nunca. Ni sé qué hora será, mi teléfono está sin batería. Estoy cansado, sí, pero no tengo sueño, ni hambre, ni ganas de hacerme una paja. Intento suspirar, pero ni eso. ¿Para qué estirarla? Me levanto a buscar el cinturón. No lo encuentro, pero creo saber dónde está.

Me paro frente a la habitación vacía. Estoy paralizado. Me cuesta tanto tomar aire como levantar el brazo hacia el picaporte. No estoy seguro de querer hacerlo ¡Este aferro a creer vivir!

Irrumpo en la habitación. Moscones rebolotean, liberados y yo casi no me reconozco ahí, ahorcado.