Mis sábados se basan en la simplicidad de la rutina, aquella que realmente me agrada. Cuando no estoy trabajando, mis fines de semana son un tesoro invaluable, es por eso que decido pasarla con Adriana o mis amigos. En uno de esos sábados que Adriana y yo volvíamos de un improvisado paseo por las calles de Surco, quemamos el trayecto cargado del tráfico y el calor con uno de esos momentos en el que apagamos la cabeza y solo vemos tik toks (sí, ahora uso Tik Tok). Luego de un rato de estar bailando el dedo de arriba y abajo entre la búsqueda y la vaguedad, encontramos un vídeo acerca de un chico que había reencontrado a su niño interior gracias a su pareja. Me hizo pensar, y casi al instante, quise llorar. No voy a mentir, tengo una amplia experiencia con las lágrimas. Mi ser sentimental se exterioriza hasta con las cosas más pequeñas. Pero, bueno…

Adriana se dio cuenta rápidamente de cómo ajustaba la boca y entrecerraba los ojos. Me conoce bien. Para mí ese vídeo fue una similitud. Ella causó en mí más que un simple efecto amoroso, su compañía llegó en un momento en el que mi persona se había transformado.

Y sé por qué.

El niño Pablo es un Pablo distinto al que chocó con la realidad de los veintes. De niño era un soñador angustiado por el eterno tiempo que me quedaba. Volaba entre los pensamientos casi perfectamente reales, y la imaginación que estallaba me hacía sentir lleno. Me gustaba apreciar profundamente toda clase de emoción. Quizás porque solo era un niño y cada emoción la percibía como nueva para mí, aunque ese sentir se quedaba día tras día. Todo lo que acontecía a mi alrededor era un baile de sucesos, nada volvería a repetirse. Feliz, era feliz. Y un día golpeó la indiferencia de los días.

Crecí, mi vida avanzó, y junto a ella disminuyeron mis sueños. El adolescente Pablo conoció los dolores y la tristeza. Me abordé ahí, como un refugio peligroso pero que sentía como seguro. Pues era fácil engañar al niño que aún vivía en mí. Ese niño que repetidamente me decía que aún había que creer.

Hasta que todo sucumbió, había perdido a ese niño interior en mí. El niño Pablo había decidido tomarse su última siesta un domingo y no volvió a hallar el ‘lunes’. Yo ya no jugaba, ni sonreía con pasión. Mis sueños se alejaron. El Pablo adulto se apoderó de mi ser. La vida gris era mi indumentaria; el desinterés, mi razón. Nunca más me reconocí: ¿Ese era yo, realmente era yo?

Sin embargo, poco a poco encontraría el atajo a mi niñez. La terapia, la medicación y mis ganas de superación fueron fundamentales para poder reencontrarme. Había trabajado en mí, cosa que no pude durante largos años. No comenzaba a ser otro, volvía a ser yo. Como una canción que va sonando de cero a cien, así volvía a escuchar la voz de aquel pequeño niño Pablo.

Así fue que volvían los pensamientos que me incitaban a volar, pero faltaba el empuje. Y ahí entró Adriana, para abrirle la puerta a ese niño que renegaba por salir a jugar otra vez. Ella conoció mi presente, y abrazó mi pasado. Hizo posible que sintiera la calma que añoraba y pedía con lágrimas. A su lado soy otra vez ese chiquillo inocente y parlanchín que salta de rincón a rincón. Ya no me preocupa el tiempo, ni lo que pase más adelante, su compañía es suficiente para darle cabida a la imaginación del niño que regresó a mí.

Tal vez haya tenido una infancia difícil, sin embargo, ahora percibo que puedo brindarme la oportunidad de vivirla de la manera adecuada. Y Adriana es partícipe de eso.