Mi sobrina regresó al Perú después de tres años. La encontré más grande, más habladora, más juguetona. Con un ánima completamente distinta a aquella bebé que se fue de aquí con la mirada perdida. Y estaba claro, ahora se encuentra rodeando los cinco años y lo único importante es jugar. La principal tarea de todo niño.

Antes de partir, en ese curioso y último verano “normal” del 2020, decidí darle una sorpresa para que no olvide a su incambiable tío. No sabía cuándo volvería, así que mi decisión fue implantar el chip arácnido en ella. Desde que tengo uso de razón, Spider-Man siempre fue mi representación, por las muestras de resiliencia y su peculiar forma de ver la adversidad. Aprendí de eso, y era obvio que buscaba que Airi sintiera lo mismo que yo cada vez que veo algo relacionado a Spidey: no importa cuántas veces la vida te golpee, uno siempre se puede levantar.

Esa vez se fue con un peluche pequeño de Spider-Man. Cuando lo vio por primera vez lo abrazó fuerte. Sin poder hablarme, ni hacer muchos gestos por su edad, me lanzó solo una mirada fija. Directo a mí. Ya no deambulaba curioseando y tratando de conocer lo que la rodeaba. Fue como si se diera cuenta de lo que quería transmitirle. Allí iba mi sobrina, a cuatro mil kilómetros para crecer y descubrir los primeros pasos de su historia.

Los años fueron pasando como dicta la trama de nuestra vida indecorosa. En casa las cosas fueron traspasando sus límites, las relaciones se agitaban; y yo, en medio de una disruptiva emocional y sentimental, no hallé más consuelo que en las largas noches solitarias que acompañaba con la escritura (y de vez en cuando con un ron). Ahí en mi mesa, con mi lápiz y mi diario. La principal tarea de mi yo adulto. Un adulto que no lograba reconciliarse con la vida, una vida que ya tenía desgastado al complicado tío Pablo.

En los fines de semana, hacíamos reencuentros con mi sobrina que se volvían frecuentes pero que se acomodaban a lo que significaba la virtualidad. La pandemia nos había golpeado también a nosotros, y fuimos viendo el crecimiento de Airi detrás de una fría pantalla de laptop. Éramos mamá y yo saludando a mi hermana y a Airi, contándole cómo avanzaba en mi carrera y en la vida, y cómo mamá avanzaba con su colección de chismes. En cada videollamada, junto a los días y el peso que trae consigo, la única imagen que no cambiaba era de Airi. Pero nosotros, mamá y yo, éramos una carrera hacia la vejez. Habíamos violentado nuestra relación con el tiempo, y así como pasa con todos, a nosotros tampoco nos iba a perdonar.

Finalmente, después de tanto, la vida empezó a tomar su vieja normalidad. Ya las dosis aumentaban y la pandémica enfermedad parecía no dar el golpe como lo daba al inicio de la pesadilla. Habían nuevos aires, y mi hermana lo entendió así. Decidió que era hora de volver, y yo vería a mi sobrina después de tantos años. Había encontrado una razón para no esperar al tiempo, y ya no al revés.

El chip tenía que seguir implantándose, por eso la recibí con un peluche de Spider-Man más grande. Me percaté que para ella no había pasado tanto tiempo, pero para mí pasaron más de mil días en donde viví hasta lo impensado. Ringo ya no jugaba como antes, corriendo de un extremo a otro de la casa. Ahora solo se echa casi todo el día a dormir, a veces a mirar la pared por horas, y a veces yo lo miro notando su pelaje, que cada vez se tiñe con un color más desgastado que combina con su cansada forma de levantarse del suelo. Mamá -o la abuela- ya no bailaba con júbilo, porque sus cercanos sesenta años, y una columna que la obstaculiza, sólo la permiten darle besos que logren engreír a su coqueta nieta. Hasta las calles son distintas, con rejas y veredas que, al parecer, también fueron dejando rastros quebrados y pisoteados por los recuerdos. Y yo, quizás ande un poco más peleado con la vida, porque no creí que en medio de mis veintes aún no haría las paces conmigo mismo. Sin embargo, Airi aún mantiene su sonrisa. Una sonrisa que me hace creer en un mañana mejor.

Para Airi y para mí pasaron los mismos tres años, pero parece que ella aprendió más que yo en este corto (o largo) tiempo. Y ahora me toca a mí aprovechar este nuevo tiempo para aprender de ella. Su inocencia será mi salvavidas de este mundo vil y descarado.