La regla tácita en la infancia cuando acostumbrás arroyos es que si el agua corre podés tomarla, entonces ahí vamos sedientos en invierno cuando la lluvia deja manantiales poderosos que bajan de las sierras, interrumpimos con decencia y plenitud.

Si corre, podés tomarla.

Y si me apuras en el concepto: no estoy con nadie que no esté corriendo, que no esté arrastrando en cada segundo sus propias pertenencias. Ya una vez me intoxiqué con la podredumbre de una psiquis violenta, y mientras me volcaba ese musgo pulposo, se formó una ampolla gratis en la lengua. Hablar me enfermaba.

Moderadamente, yo mismo dejé de correr, la piel se puso agria, levanté la mirada y me había quedado sin horizonte. Si alguien bebía de mí, sus ojos podían resetearse. No se puede negar el confort de frecuentar siempre los mismos rincones, de poner la carne al sol y dejar que las energías astrológicas se apoderen de uno.

El tiempo es el viento de nuestros cuerpos, suave y cotidiano erosiona la humildad. Empecé a inmiscuirme, dejé atrás el verde ingles y una aurora transparente transformó mi viaje. Pudo haber sido las ondas sonoras de Gabo Ferro, o la tinta intravenosa de los haikus, o esas películas cómicas condescendientes, algo hizo que lo que me detenía se partiera en plena medianoche.