Dolmuş. En Turquía es quizá una de las palabras que los turistas aprenden primero para moverse en el interior del país. Dolmuş significa “lleno” y hace alusión a taxis compartidos que tienen un recorrido fijo. Para llegar a Selçuk, ciudad situada al oeste del país y a pocos kilómetros de la costa del Egeo, hay que tomarse uno y encontrarlo es nuestro desafío inicial en tierra turca. No hay mucha gente que hable inglés y la guía que llevamos con algunas frases no sirve de mucho si no entendemos lo que nos responden. A lo lejos se nota que somos turistas: llevamos a cuestas una valija que se rompió el mismo día que llegamos a Atenas casi dos semanas atrás y miramos todo buscando en los carteles alguna palabra que distingamos. Finalmente, ayudados de señas y de precios dichos con los dedos de la mano, nos subimos, esperamos, con destino a Selçuk para visitar las ruinas de Éfeso.

Salimos de Buenos Aires a finales de abril con destino a Atenas y después de pasar por Creta y Santorini llegamos a Turquía, donde pretendemos seguir el legado helénico hasta la conquista de los turcos, cuya fecha emblemática es 1453 con la caída de Constantinopla. Sí, organizamos el viaje en forma histórica: primero los conquistados y después los conquistadores.

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La calle principal de Selçuk se llama como casi todas las calles principales de Turquía: Atatürk. Llegamos sin saber dónde vamos a dormir y después de ver dos pensiones diferentes y de que nos corran para ofrecernos mejor precio, nos decidimos por una que nos ofrece desayunar al aire libre en una galería que da a la calle. En el hall de entrada hay un sillón de dos cuerpos, una biblioteca en la que predominan los títulos en inglés y alemán y varios cuadros colgados de la pared: junto al mostrador de entrada, una pintura de Atatürk y sobre el sillón, un mapa de Turquía en el que aparecen representados los principales atractivos turísticos. La habitación tiene una cama matrimonial y un baño con ducha y calefón eléctrico; la ventana da a la calle y a la noche, sobre las diez, nos hará llegar el sonido del llamado a oración. También se escucha al amanecer, después del mediodía, a media tarde y luego de que cae el sol; es siempre igual y suena como una letanía, con un dejo de tristeza.

Todavía no es verano pero cuando al día siguiente de llegar salimos hacia Éfeso hace mucho calor. El yacimiento está a tres kilómetros, y a pesar del clima, se puede ir a pie dado que el camino, paralelo a la ruta, está plagado de árboles. La mayoría son morales y a medida que se camina se escuchan caer los frutos, algunos blancos y otros púrpura, que al golpear contra el piso estallan dejando una mancha oscura.

Las ruinas de Éfeso son imponentes, pero la sensación que generan es muy diferente a la que produce el hecho de estar frente al Partenón, ya que muchas de las principales atracciones han sido reconstruidas. Los yacimientos atenienses nos deslumbraron por su estado de conservación, pero algunas veces se tornaba difícil imaginarlos en conjunto, sobre todo cuando la metrópolis moderna serpenteaba entre ellos. En Éfeso las reconstrucciones logran brindar unidad y uno tiene la sensación de estar viendo y sintiendo cómo eran las antiguas ciudades.

Contar la historia de Éfeso en apenas unas líneas es imposible. Estuvo bajo mandato griego, persa, romano y turco, entre otros. Tucídides la consideró una ciudad sagrada y allí es donde se refugió Juan el Apóstol, hecho que refuerza la hipótesis de que es el lugar donde la Virgen María pasó sus últimos días. La ligazón con el cristianismo también se fundamenta en la estadía de dos años de San Pablo y en la realización en la Iglesia de María del III Concilio Ecuménico en el año 431. Con algunas de sus estructuras todavía en pie, el templo también puede visitarse dentro del yacimiento.

Pagando un extra se accede las residencias en terrazas, un lugar techado y visiblemente ubicado más alto que el resto. Allí vivían las familias ricas y, mediante un sistema de puentes transparentes, los turistas están habilitados a recorrer el lugar desde lo alto –mientras a sus costados trabajan arqueólogos y restauradores– y a tener una vista privilegiada de las pinturas y los mosaicos que adornaban los pisos y paredes de las viviendas, la mayoría de ellos representando personajes de la mitología griega y romana.

Antes de regresar volvemos a ver la Biblioteca de Celso y el Gran Teatro, los dos lugares más importantes de todo el recorrido. A diferencia de lo que sucedía en Grecia, en Turquía las ruinas pueden pisarse: se pueden subir las escalinatas de la biblioteca que, orientada hacia el este, permitía el estudio y la lectura durante las horas de la mañana. También nos sentamos en las gradas del odeón y, mientras descansamos, intentamos imaginarnos a los habitantes que, según cuenta la Biblia, abuchearon a San Pablo cuando en este lugar intentó erradicar el culto a Artemisa para imponer el cristianismo.

Volvemos a la pensión caminando. Es nuestra última noche en Selçuk.

Para llegar a Pamukkale (cuya traducción sería “Castillo de algodón”) hay que tomarse un colectivo y un dolmuş y recorrer los casi doscientos kilómetros hacia el este que lo separan de Selçuk. El pueblo es pequeño y, mientras caminamos por una calle de tierra luego de dejar el equipaje en un hotel familiar, nos ofrecen comprar un helado de esos que parecen chicle y a los que el heladero, de chaleco y fez carmesí, estira mientras nos mira y sonríe. Todavía no los hemos probado y recién lo haremos en Estambul para comprobar un sabor similar al que estamos acostumbrados, pero una textura extraña que se pega al cucurucho y casi no se derrite.

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 A primera vista la montaña blanca parece nieve o sal o, como el nombre en turco lo indica, algodón. Sin embargo, basta pisarlo para convencerse de que es firme, aunque el agua lo desgrane y en algunos lugares se torne resbaloso. Las capas blancas son piedra caliza y travertino y dan la sensación de ser una cascada petrificada salpicada por piletones de aguas termales de color turquesa con una temperatura que aumenta a medida que vamos ascendiendo.

En las terrazas hay mucha gente y, desde lo alto, se ve un sendero de turistas que se bañan, sacan fotografías y se recuestan en un suelo que por su apariencia bien podría ser esponjoso y acolchonado. Sin embargo, en la Hierápolis, la antigua ciudad romana, estamos prácticamente solos y durante algo más de dos horas recorremos la necrópolis y el lugar donde fue martirizado el apóstol San Felipe. Hace calor, prácticamente no hay sombra y sobre la piedra caliente vemos, con la cabeza inclinada hacia el sol, lagartijas que se escabullen cuando se dan cuenta de que estamos ahí. También, casi junto al monumento octogonal erigido en honor al apóstol mártir, una tortuga come tranquilamente la hierba que crece entre las rocas milenarias. Tanto en Grecia como en Turquía los yacimientos arqueológicos vibran con vida silvestre.

Para acceder al teatro hay que subir una cuesta que se hace larga y pesada, sobre todo por el sol todavía alto y porque, aunque no nos demos cuenta, hemos caminado durante todo el día. Es lo último que nos queda por visitar antes de regresar y, ni bien atravesamos la entrada, nos damos cuenta de que el esfuerzo para llegar valió la pena. El resto de los teatros que vimos eran imponentes por su tamaño, pero éste lo es también por su escenario que, reconstruido en los últimos años, permite admirar los detalles de los frisos, las columnas que sostienen la estructura y las dos estatuas de mármol ubicadas en el centro. Sacamos fotos, pero nunca representan lo que vemos.

Volvemos por el mismo lugar que vinimos, pero ahora parece otro. La luz del atardecer tiñe el blanco de los travertinos de rosado y el agua de las piletas se torna de un color indefinido, entre el dorado y el rojizo. Ya casi están cerrando, somos los últimos en salir. Mañana será otro día. Mañana seguimos hacia Estambul.