Quién diría que un yogur vencido me haría zafar de la escuela. Es genial en parte, y en parte malo, o vergonzoso la parte en la que vomité sobre mi escritorio. Las miradas de asco de todos mis compañeros sobre mí. Un trauma más agregado a la lista.

          Seguro todos siguen hablando de mí a esta hora. «Qué asco lo del chico nuevo ¿No?», «Ugh, seguro está apestado con Revil» o «Qué chico tan lindo». Bueno, tal vez esa última se desprende de mis fantasías juveniles con Nuria.

          La preceptora me dijo que me fuera a casa a descansar, que me iba a justificar la falta, pero lo último que quiero es estar en mi casa.

          Estoy aún a quince cuadras de mi casa. Ya no me duele tanto el estómago, seguro porque mi cuerpo ya expulsó el veneno. Es mi primera vez solo en el centro de esta ciudad. Pero extrañamente me siento en casa. Los autos y las motos siguen girando como en una pista de carrera entre los peatones. Los vendedores ambulantes en cada esquina cargan pares de medias a superoferta. Las tiendas tienen la misma ropa pero mil veces más cara. Nada cambia.

          Camino pidiendo permiso un pie al otro. Lento, con la mirada perdida en el punto del horizonte delante. Quienes vienen detrás me rodeaban y siguen su carrera. Ellos sí tiene un lugar al que ir, un destino.

          A paso de tortuga vieja llego al primer semáforo. En esta ciudad, los semáforos ya son holográficos, divertidos muñecos rojos sobre el cordón de la vereda que se suponía que debían impedir el paso de los peatones sobre la senda mientras los vehículos pasaban. Pero no funcionaba. Los transeúntes atraviesan el holograma humanoide y hacen zigzag entre los vehículos para poder llegar al otro lado.

          Yo me detuve. Delante está el holograma-semáforo que, mientras «detenía el tráfico», hablaba sobre los beneficios de las pausas en el camino.

          -«Una caminata al día es saludable, un paseo con amigos o mascotas es agradable y divertido, una maratón para superar límites fortalece, pero las pausas en nuestro camino tambien son importantes. Detenerse durante la carrera nos permite pensar y reflexionar: ¿De dónde venimos? ¿Cuánto hemos avanzado? ¿Dónde estamos ahora? Y ¿A dónde queremos ir? ¡Gracias por escuchar! ¡Que tengas un gran día y un hermoso final!

          La charla de veinticinco segundos terminó y el holograma se desvaneció. Avancé, pero eso último que dijo me dejó un poco inquietó.

          La calle que cruzar es de cuatro manos, la cola de autos, motos y bicicletas a mi derecha es infinita y en los rostros de los conductores se notaba el afán por avanzar sin importar que yo quedara debajo, pero aún así mantuve mi paso letárgico.

          En medio de eso, siento que el celular en mi bolsillo vibra, me detengo a mitad de la calle y veo la pantalla. No tiene número, es una llamada de un móvil sin números, solo un signo de interrogación en el medio ¿Será un virus? ¿Una estafa?

          Intenté declinará la llamada, pero el botón no funcionaba, ningún botón funcionaba, solo quedaba probar atender. Deslicé el botón verde hacia arriba y atendí la llamada. Acerqué dudoso el teléfono a mi oreja y solo pude escuchar:

          -«El Lobo va tras tu sangre, Paul, debes volver, ahora.»- una voz femenina con interferencia del otro lado.

          La llamada se cortó y solo quedó el «pi pi» intermitente.

          Quedé inmóvil sobre el medio de la calle. Los brazos se me enfriaron y la piel se me encrespó. Un hormigueo filoso recorrió mis rodillas, estómago y garganta. Las ganas de vomitar regresaron, pero no podía abrir mi boca, estaba como sellada por el frío. Dejé de escuchar, solo zumbidos resonaban dentro de mi cabeza. Veía como las personas de la otra calle me miraban, pero no hacían nada. Apenas podía ver las luces desde mi derecha titilando intercaladas. Estaba suspendido en el espacio, no sentía nada y me pareció caer cada vez más profundo en la nada.

          Estaba a punto de desmayarme, pero cuando mi cuerpo quiso inclinarse hacia atrás, sentí unas manos cálidas sobre mi espalda que me volvían a levantar y me empujaron hacia adelante. Comencé a caminar, alguien me estaba empujando desde atrás. Pero no lo podía ver.

          Llego hasta la otra esquina. Las manos, que me llevaron delicadamente hasta el otro lado, se endurecieron por un segundo y violentamente me azotaron contra una la pared de una esquina. Ese golpe con la dura realidad me hizo volver en mí. Mi cuerpo se calentó de golpe y mi respiración se reguló.

          A medida que se aclaraba mi visión pude descubrir el rostro sobre las manos desconocidas. Un muchacho como de mi edad, de cabello negro alborotado y ojos verde o … celeste. Su mirada es dura y sus rasgos aguileños. Viste un uniforme escolar que no conozco y su presencia ahogaba las voces y pasos de la calle.

          Me mira sin decir nada. No quita sus ojos de los míos, como retrato de óleo. Esta como aguardando algo, de mí.

          Aún me encontraba mareado. Iba a decirle «Gracias», tal vez eso esperaba, pero antes que pudiese decir algo rápidamente se abalanzó sobre mí y besó sus labios sobre los míos mientras rodeaba con sus brazos la curva de mi cintura y cuello. Me prensó entre su cuerpo y la pared de ladrillo.

          Es más fuerte que yo. No puedo sacármelo de encima. Siento que está a punto de quebrarme las costillas. Me cuesta respirar. Cierro los ojos, quería llorar. Pero de pronto siento que por entre mis labios y dientes se escurre una cosa densa y viscosa. Su lengua no es y eso me da más miedo. La cosa se deslizó sobre mi lengua, se abrió paso sobre mi garganta y bajó por mi esófago.

          ¡Quiero vomitar!