OLIVER

+1

Siempre de noche en la ciudad de Rowim, Oliver caminaba por la vereda de la calle setenta y tres. Su paso era irregular debido a lo arruinado que se encontraba el pavimento de su camino. Los edificios a su alrededor no hacían más que proyectar más oscuridad en su camino bajo la luz verdosa de la luna.

                Caminaba sin apuro, a las tres de la mañana la gente ya no andaba fuera de casa. A excepción de Oliver que había decidido dejar su casa esa noche. Sus padres no eran malos padres, pero tampoco eran los mejores, o por lo menos lo que el necesitaba ahora.

                Detuvo su camino frente a un hotel abandonado que se encontraba ocupando toda una esquina, entre las calles setenta y tres y Murao. La vieja pila de ladrillos y desgastada pintura, que ahora era solo un fantasma del antiguo gran hotel que solía ser, había quebrado un año antes de que Oliver naciera.

                El joven muchacho de ojos claros se quedó prado frente al hotel, evaluando las posibilidades de quedarse aquella noche allí. “Mejor que la calle” pensó.

                Tomó una piedra de la calle del tamaño de una manzana, la sopesó en su mano dos veces y luego la estrelló contra un alargado ventanal. El ruido quebradizo de los cristales se extendió gradualmente a lo largo de la calle hasta desvanecerse.

                Antes de entrar, asomó la mirada al interior del edificio para asegurarse de que no hubiese nadie. En efecto, nada más en su interior que una sala en ruinas y cubierta parcialmente por la negrura de la oscuridad.

                Saltó la ventana para entrar y caer sobre los vidrios rotos de su anterior ataque. Volvió a mirar a su alrededor. Estaba en una sala de estar, dos amplios sillones arañados y malolientes alrededor de una pequeña mesita ratonera de madera mohosa ocupaban su centro. El papel de las paredes estaba desgarrado y serpenteando por el suelo.

                “Tal vez las habitaciones estén más conservadas” se dijo motivado. Caminó hasta fuera de la sala llegando al hall de la entrada, cada paso iba sucedido por un chillido de la madera vieja y astillada bajo suyo. A su paso no tenía más ayuda que las leves entradas de luz verdosa de la luna que atravesaban las gritas del edificio.

                En el hall se encontró con tres opciones, subir por las escaleras al siguiente piso, una puerta blanca de madera a su derecha y una puerta de metal oxidada a su izquierda.

                Se decidió por subir las escaleras. Arriba debía haber por lo menos un catre y trapos para improvisar una humilde cama.

                Subió el primer escalón, que le habló en el idioma de las maderas viejas, el siguiente igual y el próximo similar. Pisó treinta y dos escalones, pero aun no llegaba al primer piso. Oliver se había cansado de subir, su pecho se sentía comprimido. Quiso mirar hacia arriba y contar cuantos escalones le faltaban, pero era inútil, el fin de su camino se veía oscuro e infinito.

                Siguió subiendo. treinta escalones más y no terminaba de llegar al siguiente piso.

                “Algo anda mal” su intuición escondida en lo más profundo de su estómago le estaba advirtiendo de algo chueco estaba sucediendo a su alrededor, y su estómago nunca se equivocaba.

                Desistió en su camino y se dio media vuelta para bajar de nuevo al hall. Pero ya estaba perdido. Bajaba y bajaba, escalón por escalón. Casi el doble de lo que había subido había estado bajando, pero no llegaba al principio de las escaleras. El fondo se veía negro y desconocido, como su extremo superior.

                La angustia tomó el control de su cuerpo. Ya no contaba los escalones que bajaba, los corría pensando que podría ganarles, pero no fue así, solo garantizó un descuido entre sus pies que lo hizo resbalar y caer.

                La caída lo hizo golpear repetidas veces sus brazos, piernas y columna con las angulosas salientes de la escalera, habiendo adoptado una posición fetal para proteger su rostro y cabeza. No tardó mucho en detenerse, había llegado al suelo por fin. Pero no era el suelo del hall

                Habiendo tocado suelo firme, Oliver se descubrió de su posición de seguridad para darse cuenta de que se encontraba en una nueva habitación. Esta parecía una sala de calderas, el olor a cenizas estaba aun el en aire. Los calderos estaban apagados y la madera mohosa, como el resto del hotel.

                Oliver se enderezó sobre sus moreteadas piernas y limpió un poco sus ropas del polvo en que se había bañado

                La habitación se extendía a lo largo y la luz entraba por unas pequeñas ventanas rectangulares en lo más salto del lugar, de un subsuelo debía de tratarse.

                Una luz al final de la habitación, tal vez a unos veinte metros de donde el muchacho estaba, se encendió parpadeante y brillante. Era una luz verdosa y espesa que atraía toda la atención del lugar, e incluso de Oliver.

                El muchacho comenzó a caminar hasta la fuente de aquella luz, por un camino de calderos apagados y enrumbados.

                La luz se hacía cada vez más pequeña y débil a medida que Oliver se iba acercando, esto lo alertó y acentuó más el paso. “No… no” por alguna razón no quería perderla, si la luz se iba, si se iba… “¡No!”

                Oliver comenzó a correr, la luz al final del camino se estaba despidiendo, su luz se estaba extinguiendo. Pulgada a pulgada, el cuarto se oscurecía más y más. Zancada a zancada la oscuridad parecía querer alcanzarlo a él. Pero Oliver no daba respiro en su carrera, estaba a punto de atrapar la pequeña luz, que aun conservaba el tamaño de un grano de arena, con la punta de sus dedos. La punta de sus dedos rozó atómicamente el espacio íntimo de la pequeña llama, pero sin ser suficiente.

                Oliver no alcanzó a tocar la luz, esta ya había dejado de existir allí, más bien, la velocidad que traía su cuerpo lo hizo estrellarse contra la pared que se encontraba al final del camino, y detrás de él la abrumante oscuridad le siguió.

                Oliver se había quedado en completa oscuridad, amuñado su cuerpo contra la pared, no podía ver si quiera sus propias manos. Allí estaban, pero sin un gramo de luz que lo iluminara, de que servía tenerlas. De que servía todo su cuerpo si no existía ante sus ojos. Que era de él si nadie lo veía.

                Ahora solo existía en sus pensamientos, lo único que no requería de los sentidos físicos para existir.

                Idea tras idea inundaban la mente de Oliver, su cerebro no quería morir, eso era claro. Las dejó fluir sin tramperos ni redes, era lo menos que podía hacer por él.

                Idea, idea, golpe. Idea, idea, interrupción, golpe. Golpe, golpe.

                Algo estaba pasando afuera, pero no podía verlo. Sentía el traqueteo de su cuerpo ocasionado por el vibrar las tablas viejas que se levantaban, le daban cuenta de que alguien más se estaba acercando. Pasos grandes se acercaban.

                “¿Qué es?” su mente no podía dejar de maquinar terribles cosas que podían habitar en la oscuridad y que ahora podían atacarlo. “Lobo, zorro ¡Perro!”

                Los pasos se habían detenido cerca de él. Podía sentir las respiraciones a su alrededor, eran tibias, eran dos. Murmullos inentendibles retumbaban en la oscuridad, como un ping-pong parecían debatirse.

                Sintió entonces el calor de dos manos escabullirse por su espalda, eran manos gigantescas que alcanzaban la totalidad de su columna. Se sentía lejos del suelo, ahora levantado sobre la nada.

                “¡¿Qué está pasando?!” su mente era un burbujeo constante de preguntas sin respuesta. Solo sintió el calor repentino de un cuerpo sobre su mejilla, olía bien, dulce. El cuerpo en el que se apoyaba era suave como una almohada.

                Poco a poco la oscuridad se fue disipando, dejando ver entre gotas borrosas dos gigantes rostros ovalados y rosáceos.

                Los rostros le miraron con ternura. Sus manos le acariciaron la frente con suavidad y luego la barbilla. Olían a pan casero.

                Oliver ya no sentía miedo, el nudo de su estómago se había liberado. Ahora podía ver y no todo estaba tan mal como pensaba. Si lo veían y él también se veía. Estiró su cuerpo dentro de su pequeña cuna de brazos y se acurrucó. La luz se encontraba abrazándolo a él y se sentía muy bien.

                Se rascó el hocico dos veces con sus pequeñas patas y cerró los ojos.

                “¿Qué te parece Oliver?” escuchó decir a una de las voces.

                “¡Si! Le queda como anillo al dedo al pequeñín peladito.” Respondió la voz que lo cargaba.

                “Bueno, entonces le decimos al dueño del hotel que nosotros nos podemos hacer cargo de él.  Así no les molesta más a sus huéspedes.”

                “Ay papá, siquiera este perro fuera la causa de todos sus problemas. Las deudas le llegan hasta el cuello.”

FIN

+1

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *