Todavía no es invierno. La noche deja de parecer fría apenas se abre la ventana, el viento es poco y no azota, más bien acaricia las plantas del balcón. La mimosa sensitiva se ha puesto a resguardo previo a ser tocada, sólo los rayos solares son dignos de sus hojitas verdes bien abiertas; ante otro tipo de contacto se retrae, se contrae. Me gusta pensar que en esa contracción quiere preservar un último calorcito, como quien se encorva y contractura cuando necesita un saco bien grueso, un té de jazmín o un abrazo fuerte. Pero las plantas no funcionan en pos de otra cosa distinta a su propia supervivencia. No desean “a pesar de (que el sol se oculte sin excepciones y su calor se les escurra igualmente por las nervaduras)”. No desean sabiendo que es en vano su deseo. No desean y punto. Desear que deseen es hacer de ellas algo que no son.

Lleno un bidón y medio de agua en la cocina y las riego cuando anochece, para ese entonces los autos ladran como locos y los perros del barrio se matan a bocinazos. Las pienso estresadas a las sarracenias pero no las toco, no quiero interferir en plena caza y justo en vísperas de su hibernación. Cuando la calle haga silencio y la luna y los vecinos de la terraza de al lado se asomen quizás les lea un rato. Les tengo preparado un poema muy lindo, te lo he compartido en una ocasión y sospecho no lo leíste. Por ahí te ha resultado un poco hostil la repetición de la pregunta que lo abre (“Por qué no dormís?/ ¿Por qué no dormís?”) y no has querido resolverla. Tampoco es necesario: el poema se responde a sí mismo (“¿Quizás tengas miedo/ del viento furioso?”) y se permite anticiparnos el regalo de la muerte (“porque el viento sólo/ anuncia, cómo será,/ cuando ya no estemos más”). No te preocupes, no hay razón para que leas lo que te propongo. A veces me obsesiono con un texto y tengo que comentarlo con alguien. En fin, le leo a las plantas carnívoras porque para ellas la inminencia de la muerte debería ser reconfortante. Viven de la muerte (y del sol y del agua en menor medida).

De la planta que me has regalado este verano no quiero escribirte, no porque se encuentre en mal estado sino porque está cada día más alta y más hermosa. Es angustiante. Sabrás -te habré contado- que la asocio con nosotras y que por eso mismo temía ahogarla en un principio y que me preguntaras por ella y no pudiera esconder su tallo marchito. Al contrario, se elongaba y bifurcaba y daba hojas cada vez más grandes y flores del violeta más intenso que podía dar. Entonces le tomaba fotos y llena de alivio y orgullo te las enviaba. “Mirá qué linda que está, qué colorida”, como si fuera logro de ambas que la pobre hiciera fotosíntesis todos los días. Llegué a creer que la salud de esa cretona era una consecuencia directa del trato que nos teníamos, qué boluda. Mientras la tierra esté húmeda y aireada y reciba algo de luz va a vivir. Ahora mismo no hablamos más y sigue regia, parecería reírse de mí, de mi equivocación. Quise dejar de mirarla, de regarla, pero la planta no tiene la culpa. Vos tampoco.

Espero el sol te salude con un beso en la frente cuando esperes el colectivo a la mañana.