La lluvia pesa en otoño, será que el agua está más fría que de costumbre y que por eso cae con más fuerza. De todas formas, no graniza. Le falta cuerpo para ser hielo. Imagino que, estando afuera, debe sentirse cómo la piel es perforada por agujas un tanto más perceptibles que las que emplean en laboratorios; el pinchazo no sería una picadura de mosquito — bicho indeseado en épocas de dengue — sino el roce de una colmena de abejas sumida en un sopor artificial, propio de un ahumador, que traza con sus patas un camino que comienza en la cabeza y los hombros y finaliza en las pantorrillas. En el transcurso de la caminata, el terreno seguramente se adormezca, pareciendo la carne vibrar junto con la colmena. También debe ser posible sentir el pegote y la humedad sobre la piel descubierta, seguidos probablemente a la necesidad de pasarse las manos por las zonas afectadas en pos de dejar de percibirlos. Igualmente estoy adentro. El único pegote es el fondo de café que reposa en esta taza. A puerta cerrada no entran frío, ni abejas, ni mosquitos. Tampoco agua de lluvia. Menos aún granizo.