El lunes a la noche entró okcupid en mantenimiento. El martes, miércoles, jueves y —me informan por cucaracha— viernes también. Cupido se cayó, se cayó y no se levanta. Cada tanto amaga a incorporarse sobre sus antebrazos y rodillas, nos permite el ingreso desde la web y poco después se vuelve a desplomar: todos los perfiles elegibles viven en un limbo, no tienen foto ni edad. Los chats abiertos se muestran como nuevos, las intros son legibles sin haber pagado membresía, es posible ver quién nos ha dado like sin haber deslizado a la derecha. El sistema del amor nos ha fallado de una forma distinta a la que estamos acostumbrados, porque ya sabemos que las chances de vivir y morir al lado de un píxel con el que hemos conectado aquí son mínimas pero igual nos gusta jugar con el deseo, perder el tiempo entre piropos. Y ya no disponemos de este mecanismo, el código se ha roto. Cupido está llorando bajo el ala de Venus mientras ésta le canta «sana, sana, colita de rana». No tenemos de qué quejarnos: la falta de gente, los mensajes trillados, los exes que desfilan entre las demás tarjetas han quedado atrás. Sólo podemos esperar que Cupido deje de llorar, respire hondo y se levante. Y entonces apretamos F5 desde la notebook, desinstalamos e instalamos la aplicación repetidas veces y recibimos siempre, siempre, siempre la misma respuesta: error de autenticación. La desesperación es total. Pero también es un alivio. Podemos volver a soñar con un rayo que nos parta los huesos y la mar en coche. Podemos dejarnos sorprender, romper con el tedio del cortejo online. Podemos bajar un cambio.