El domingo cayó La Pendejita. La semana pasada habían eliminado al Joven Manos de Cajeta. Esperamos que esta semana vuelva a zafar Antonio, que es nuestro favorito. Antonio viene de Salta y es uno de los participantes que sabemos que no tienen demasiadas chances de alzarse con el gran premio, pero hinchamos por él porque es humilde en personalidad y en nivel de vida. O al menos eso creemos.
En MasterChef, el programa que es ostensiblemente una competencia de cocina, todos tenemos a nuestros favoritos. Ceci y yo hinchamos por Antonio. Yo también hincho por Silvana, cuyo aspecto, discurso y actitud gritan a los cuatro vientos AMA DE CASA. Antonio y Silvana están entre los pocos participantes a los que no les pusimos sobrenombre. Emilio también, pero Emilio fue el primero en irse. Nos caía bien. A mí no tanto, desde que me di cuenta de que es abogado y su apellido es Falbo y por lo tanto, seguramente está emparentado con la ex procuradora general de la provincia de Buenos Aires, María del Carmen Falbo. Sabemos que nadie tiene la culpa de sus parientes pero no puedo evitarlo.
A Agustín lo llamamos El Joven Manos de Cajeta (Ceci le puso ese apodo) porque es ginecólogo y porque cada vez que aparecía hablándole a la nada en esa especie de confesionario/mundo paralelo en que los participantes reaccionan a lo que ocurre en el momento de cocinar como si estuvieran allí y no, horas después, sentados en un sillón; cada vez que aparecía ahí, digo, hacía unos ademanes que resultaban muy evocativos. Juntaba las manos en cuña y las movía hacia adelante, las separaba como si estuviera abriendo algo. Ustedes me entienden.
La segunda en irse fue una chica muy parecida a Alejandra Maglietti a quien llamamos La Gremlin. También se fueron El Camionero (al final ya lo llamábamos por su nombre, Carlos) y otro al que bautizamos de distintas maneras sin que ninguna prendiera. Y ahora, La Pendejita (Delfina). Siguen en carrera, aunque tecleando, El Pibe Bazooka (uno que siempre lleva la gorra puesta al revés) y, lamentablemente, La Insoportable, que muy probablemente sea la que se lleve los diez millones del premio mayor. O capaz que se los lleva Daniela. Daniela es una de las que no tienen sobrenombre porque no se nos ocurrió ninguno que sintetice lo que vemos cuando la vemos. Tampoco acertamos a darle un nombre alternativo a Rodolfo, el periodista mexicano especializado en la realeza, que al principio nos caía fatal pero ahora nos encariñamos un poco. A la cordobesa María Sol yo le puse La Llorona porque es de lágrima fácil; quedan Aquiles, que ya tiene un nombre memorable, y también Rodrigo y Candelaria, a quienes al principio llamábamos El Bioquímico y La Penitenciaria, por sus respectivas profesiones. Pero los apodos van cayendo a medida que nos vamos encariñando.
Sí, nos encariñamos con los participantes, y por eso nos gusta MasterChef, aunque lo conduzca la Nara misma.
Decía que MasterChef es ostensiblemente una competencia de cocina. Si fuera sólo eso, tendrían que ganar Daniela o La Insoportable, fin del asunto. Pero, claro, no se trata solamente de cocinar. Cada participante viene montado sobre una historia, una historia que sin duda fue construida más o menos cuidadosamente en el momento de seleccionarlos y que se va desarrollando noche a noche, a medida que vamos conociendo detalles de cada uno. Nunca demasiados detalles, nunca demasiadas certezas. Antonio, por ejemplo, a lo mejor viene de la familia más rica de Salta, a lo mejor es parte de la clase explotadora de los ingenios. Cómo saberlo. A nosotros nos gusta por su humildad y porque siempre queremos que gane el underdog, el que viene de abajo. Como cocinero, es creativo y arriesgado; tiene altibajos que probablemente lo condenen. Como historia, trae la mejor, o una de las mejores.
Esto también nos pasaba en las ediciones anteriores, a pesar de que ahí eran famosos los que participaban, personas a las que el incentivo económico les resultaría, supongo, bastante irrelevante. Recuerdo que una vez, hace, digamos, veinticinco años, me tocó hacer la cola del cajero atrás de Tomás Fonzi. Tomás Fonzi, que era un chico, sacó plata y se fue dejando el papelito colgando de la ranura del cajero. El saldo de su cuenta eran cien sueldos míos de ese momento. Diez millones no le cambian la vida a un Tomás Fonzi. A un Antonio, a una Silvana, sí. Pero igual teníamos nuestros favoritos en MasterChef Celebrity. Nos caía muy bien Georgina Barbarossa y muy mal Charlotte Caniggia. Hinchábamos por Juariu y queríamos que Catherine Fulop se fuera lo antes posible. Nos dio pena que eliminaran a Tití Fernández y a Luisa Albinoni. Siempre preferimos a los que aparecen como humildes, como más desfavorecidos en el grupo: los viejos, la que habla en tucumano.
No deja de ser, claro, una competencia de cocina, y como nos gusta cocinar, probar cosas nuevas, agasajarnos el uno al otro, nos interesa ver en qué consisten los desafíos y cómo los resuelve cada participante. También aprendemos, a veces, de las devoluciones que hacen los jurados: Germán Martitegui con su dureza impostada, Damián Betular con sus suspiros y berrinches y Donato de Santis (mi preferido) con sus pésimos chistes.
Por eso nos impacienta a veces el show que le gana terreno a la cocina; por ejemplo, cuando las consignas tienen más que ver con producir minutos de aire lacrimosos (“preparar un plato que se relacione con la persona que más te importa”) que con la innovación o la destreza en la estación de trabajo. O cuando las devoluciones se centran en la trayectoria de superación personal del participante y poco dicen del plato que presentó. Se trata, al fin y al cabo, de un reality, con todo lo que eso implica.
Porque todavía es más lo que nos aporta que lo que nos hace revolear los ojos, seguimos siendo público fiel de MasterChef, con sus altibajos y arbitrariedades. A lo mejor nos cansamos mañana. A lo mejor no.