Escribo como si fuese flema: de la garganta al papel y de allí a la basura. Un lenguaje que enferma. Palabras que se atoran y producen la afonía. No puedo hablar, me duele cuando hablo. Mi cerebro sin embargo no para. Me demanda sentarme a escribir y a leer. A leer con detenimiento cada palabra hasta abstraerse de su sentido. A perderse en la palabra escrita, como si fuese signo sin significante. A leer como leen los niños que no saben leer. En esa palabra que es bella por la forma que tiene la unión de las letras. En el recorrido que hace la vista frente a esa palabra-mural. Volver a leer, como cuando uno sabía que decían las palabras y escribir frente a ese acontecimiento, como si fuese la primera vez que leemos. Mirar el lenguaje como miramos una escultura.

 Así me sucedió mirando la primera escultura del paseo. Esa que es un robot devorando la cabeza de un humano, oxidada por el tiempo, escrita en el lenguaje primitivo de la piedra y el rayón. Un paseo pensado para construirse con aquello que le dio identidad a Bahía Blanca. Con los restos del puerto y del ferrocarril. Un paseo por encima de un arroyo que desciende desde las cimas del cerro Napostá. Agua podrida, estancada, sin vida, con vegetación amarilla y verde, pero sin vida. Y vuelvo a detenerme en la escultura. La de la máquina que le quita la vida al hombre, que le estruja la cabeza entre engranajes y bordes. ¿En qué máquina pensaba Hugo Pisani cuando creó «Interacción»? Interacción. Así la nombró. La única posibilidad de interacción entre el hombre y la máquina era la muerte. La cabeza colgando atravesada por la punta afilada de hierro. Una guillotina del futuro. Y sin embargo en ella, en aquella escultura distópica hay escritura. Hay graffitis, pintadas, escritos en liquid paper, que dicen. Pau te amo. Joa. Juan. 2003. Nombres, fechas, recordatorios. De la interacción humana con la escultura. La otra interacción posible. La máquina que es depositaria de lenguaje, de verdades, de vida. Pero ahora hay que hacer el proceso inverso. Hacer una escultura con la palabra, crear arte sólido y macizo, hecho de lenguaje y exponerlo en el espacio público. Esculturas de la palabra, construidas con el lenguaje de los bahienses. Con los peros, las masitas, las piezas, con el himno a Bahía Blanca, con las descripciones de los atardeceres rosas y naranjas. Esculturas emplazadas en diferentes partes de la ciudad. 

Una en la plazoleta de 19 de mayo donde fue el último malón. Donde dos lenguajes se enfrentaron y la sangre que corrió fue del Otro, como siempre. El vencedor es aquel que posee el lenguaje y el tintero. Y así nombró cada una de las calles de Bahía Blanca. Colón, Urquiza, Mitre, Roca, Lavalle, Sarmiento, 19 de Mayo, 14 de Julio, Yrigoyen, San Martín, Rodriguez y Alem. El lenguaje de la geometría que ordena el circulamiento de la ciudad. Una escultura de lenguaje, que solo puede ser apreciada desde la vista aérea. Una escultura de pavimento, pintura blanca, pozos, baches y carteles. ¿Quién diseñó esta ciudad? El sueño de un lunático como Estomba, que languidece en su locura de emperador romano. En Rodriguez se emplaza otra futura palabra-escultura, está hecha con los diarios de La Nueva Provincia. Millones de diarios, con las palabras recortadas y puestas una al lado de la otra, una escultura de 7 metros, que tiene la forma de una cruz y de ella cuelgan miles de personas. Y si uno se acerca puede leer en cada rostro, en cada mano, en cada pie, un titular más escalofriante que otro. Una larga novela policial que recorre los 7 metros de la cruz, de la cual no cuelga Cristo, que al parecer se ha bajado y se ha ido, antes de que la palabra sea un clavo, que lo deje eternamente martirizado.

Y en el puerto se ve la niebla y el smog de las refinerías. Allí no hace falta emplazar ninguna escultura. Ya han colocado una hace varias décadas. Es esa alta chimenea que combustiona permanentemente los gases pesados. Arde en el día y en la noche y no carece de significado. Es el inconsciente de la ciudad, que quema permanente aquello que no debe salir al aire. Todos los pensamientos y los sueños no recordados, los insultos tapados con las manos y aquello que ni siquiera sabemos que pensamos, se quema en una chimenea del Polo Petroquímico.

La otra escultura que poseemos es el cementerio. Hecha de piedra, rejas, cajones y epitafios. Todas esas tumbas, ordenadas unas al lado de las otras, no responden a un orden cronológico sino a algo más azaroso. Habría que leer cada epitafio y cada nombre, como uno solo. El cementerio en donde yacen los que alguna vez hablaron. Aunque no sería cierto. También están aquellas tumbas, con formas de cunas y cochecitos, que portan nombres de bebés que no alcanzaron a hablar más que con el llanto. Esa palabra que escribe como un ruido y que posee infinitos significados. Por eso mismo, la última escultura debe ser un grito, con la voz de cada uno de nosotros, llevando el mensaje que le es propio a cada uno. Ese primer grito de recién nacido, o el llanto del duelo por la pérdida de un ser querido, o el gemido sofocado del orgasmo. Todos sonando en armonía, en el sonido del viento o en el ruido del mar de Bahía.

Sebastian Rodriguez