Lleva puesta una remera que compró hace diez años en la calle Avellaneda. Es negra, tiene la costura en los hombros de color blanco, en contraste, marcando el recorrido desde el brazo al cuello y por detrás del cuello al otro brazo. También tiene una estampa. Una vez le preguntaron qué era y no supo responder. Esa misma tarde llegó a su casa, tiró la remera sobre la cama y se quedó mirándola un largo rato hasta descubrir lo que ahí había dibujado. Es un par de zapatillas Converse medio arruinadas, como si hubiesen sido dejadas ahí después de que alguien las usara todo el día. Eso no se entiende a simple vista porque la estampa es berreta. Sobre el costado derecho tiene un par de agujeritos, las garras de su gato que se le clavaban encima implorando parar cuando tenía que darle su medicación. Él todavía no lo pensó, pero compró esa remera antes de que el gato llegara a su casa y la sigue usando hoy que ya se fue.

Lleva puestos unos anteojos de marco grueso, de unos siete u ocho años de antigüedad. Siempre tuvo miopía, pero recién en la facultad se convenció de usarlos cuando no pudo ver el pizarrón a una distancia razonable. Fue a la óptica, pidió los anteojos con los vidrios más grandes que tuvieran y le ofrecieron esos. No eran los de Charly García, esos no se producían, pero creyó que más o menos podrían asemejárseles. Eso pudo pensarlo en aquel entonces, claro, porque hoy son una rareza, un híbrido que no es ni muy grande ni muy chico, y que él siente como una cadena de dos eslabones que le aprieta la cara.

Está sentado con los codos sobre la mesa, formando un triángulo con vértice en la testa, la espalda encorvada, el rostro sobre la pantalla de la notebook: la manera de sentarse que tienen los cimarrones que no fueron bien educados en el colegio. Teclea con desgano, intenta cazar alguna palabra en el aire. Mira sus manos, cómo vienen y van entre las letras y los signos, y las imagina tocando de nuevo el piano, dibuja mentalmente el acorde que formarían sus dedos pulgar, índice y anular, apoyados sobre el espacio, la n y la o. Ya no toca el piano, aunque él no está tan de acuerdo en decirle así. Sabía un par de canciones, pero nunca supo realmente, lo que se dice, tocar un piano. Sí sabe teclear, que tampoco es lo mismo que escribir, que no es lo mismo que ser escritor. Y se mira las manos de nuevo, como esperando que por fin produzcan algo interesante.

Está en el comedor de su departamento. A la derecha, un televisor plasma con manchones claros en la pantalla; a la izquierda, la silla donde se sentaba el gato a dormir; enfrente, la pared blanca con los raspones negros de muebles que en algún momento estuvieron ahí; detrás, el sillón que compraron cuando se desfondó el anterior, el que se había salvado de un incendio. A él no lo fotografiaron mucho, casi nunca a decir verdad. Menos en esta posición. Eso es raro, él lo sospecha. Siempre está en esa posición. Se podría ir hacia atrás en el tiempo y verlo ya ahí, con una libreta roja entre las manos, copiando el estilo de algún escritor que le llamaba la atención, redactando escenas descontextualizadas, que no llevaban a ningún lado, con la barba crecida, la melena negra y espesa, peinada por unos auriculares negros gigantes, que le llegaba hasta los hombros de un cuerpo blancuzco que se había reducido a piltrafa. Los ojos bajos, incluso caídos. La sala a oscuras, de noche. Un blíster de pastillas para dormir. Un paquete de Gitanes. En bancarrota…

No, no hay que pensar en esa persona. Aparte, muy poca gente la recuerda. Tiene miedo de pensarla con hostilidad, de no entenderla, de humillarla una vez más. Sería injusto. No tiene sentido hacerle eso, hay que dejarla tranquila. Él tampoco quiere que, dentro de diez años, sólo por saña, alguien también destroce el retrato de quien es ahora.