Sobre «La quimera» (2023)

Un arqueólogo inglés en una banda italiana de contrabandistas mediocres que saquean tumbas etruscas (las hay por todos lados) para malvender los objetos que allí encuentran. Tan sencillo, tan desatinado, tan incierto y tan incómodo como eso.

Qué tendrá Italia, qué tendrán sus películas que siempre muestran ese encanto acumulado en sus pueblos montañosos, construidos sobre las rocas abandonadas por un pasado glorioso, en sus personajes tercos y mañeros que nos hacen reír, en sus cabinas de tren plenas de sol que se desmoronan en rostros melancólicos mirando por la ventanilla.

Qué tendrá esta historia que de a ratos se hace larga y tediosa, pero vuelve siempre a revivir. Dos veces aparecen unos trovadores que, como los coros de las tragedias griegas, nos cantan sobre esta banda de ladrones, los ‘tombaroli’, de la falta absoluta de moral que les permite robarle a los muertos, de la admiración que generan, de la pobreza que, en definitiva, justifica todo porque todos los pobres sueñan con encontrar el tesoro que cambie sus vidas.

Malvenden porque hay otro personaje, Espartaco, que les compra por migajas e introduce lo que es ilegal en el mundo honorable de la legalidad. A aquellos los persigue la policía. Estos, en cambio, nunca tendrán que salir corriendo.

Espartaco le dice al arqueólogo inglés, Arthur, que por más que se ensucie los zapatos con tierra removida no es igual a sus compañeros. Él pertenece a otro mundo, a su mundo. Él tiene el don de encontrar tesoros, el resto cava. Los mercados de arte mueven millones de dólares y parecen cercanos a la divinidad, los otros pueden ser comprados por dos monedas y el tiempo los volverá polvo. Son parte de la máquina, nada más.

¿Se puede escapar al destino? El que ama empecinado, el que tiene una quimera, ¿puede elegir otro camino y no volver más? Este mundo termina siempre asesinando a sus hijos más entrañables.

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