Sobre «Puedo escuchar el mar» (1993)

El presente parece siempre encontrarnos desprevenidos. Algunas veces no logramos reaccionar a tiempo. Más frecuentemente sucede que no entendemos lo que, a fin de cuentas, era tan obvio.

Recordando, nos vemos a nosotros mismos en un estado de inocencia absoluta. Crecer, volverse adulto, es en parte tomar aquellos tiempos con serenidad. Sin culpa.

Las despedidas suelen ser abruptas. No somos conscientes de eso. Con serenidad, sin culpa, pero contemplando melancólicos el horizonte de los días perdidos.

Esta película nos concede un alivio. Es benevolente y da una nueva oportunidad. La casualidad se repite dos veces y nos permite correr a alcanzarla.

¿Quién no quisiera semejante música coronando nuestros atardeceres brillantes, observarnos desde una distancia que nos permita sonreirle al absurdo?

Ella es la mujer insoportablemente entrañable que nos guía por siempre. Él somos quienes, regresando en algún momento, deseamos sin esperanza algo que ni siquiera podemos imaginar: que las cosas sucedan del modo correcto para, finalmente, ser felices.

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