Cada instante es efímero.
Ninguna sensación, ninguna alegría
se salva del manto del tiempo.
Tus dedos ya no acarician los míos
y su toque es casi ajeno,
el sol ya no brillará
con la intensidad del pasado noviembre,
aquella agonía que parecía irremediable
arde cada día un poco menos.
La tierra y su ciclo infinito:
no, no hace excepciones,
no tendrá piedad por
ningún alma en pena,
continuará su recorrido
día a día,
sin darnos un minuto
para revivir,
para enmendar.
Y yo estoy atrasada,
no puedo seguir su ritmo inalcanzable
porque mis heridas
que aún debo suturar
me mantienen inmóvil.
Cada instante es efímero.
No volveré a ver la luna
acostada sobre tus piernas,
el segundo en el que ocurrió
el quiebre de mi inocencia
simplemente se desvanecerá de mis recuerdos,
deberé aceptar
con el dolor o dicha correspondiente
que todo tiene un fin,
todo acaba siendo nada.
Como la cucharada de miel
disolviéndose en mi paladar,
cada recuerdo perderá sabor
y no hay cariño
lo suficientemente fuerte
para conservar la pureza del instante.
La memoria no puede recrear
las lágrimas, el temblor,
la piel de gallina, el quiebre de un corazón,
el brillo que reside en los ojos enamorados o destrozados;
al menos no con su vitalidad original.
Deberé encontrar esos segundos llenos de vida
en nuevas experiencias,
nuevos sabores,
nuevos aromas,
tomando la mano de alguien más
—o quizá mi propia mano
de una vez por todas—,
abrazando a lo desconocido…
desconocido, pero mío.
Romántica incurable