En el umbral de la puerta yo sentía tu mirada clavada en mi oreja izquierda. Llegaba ese momento de la noche en que te ponías cariñoso. Yo soy arisca en público, no me gusta demostrar nada: ni amor ni odio ni indiferencia. Vos nunca entendiste ese lado mío. Me mirabas la oreja izquierda con tu mano derecha sobre mi cintura. No decías nada; me mirabas la oreja izquierda. Yo clavé los ojos en nuestro reflejo en la aldaba. Afuera, se oía el silencio de la noche en los suburbios. Un tren lejos, muy lejos, porque la casa de mis padres estaba en un lugar estúpidamente incómodo. Yo llegué en colectivo. No dejé que me levantaras con el auto.

La puerta se abrió y de pronto nos rodeaba la luz de los adornos. Se aproximaba la navidad. En el fondo del living, mi familia. Mi familia que ya te conocía. Te habían visto, te habían conocido, y se habían despedido. Mi familia que no te veía hace tres años y mi madre que me miraba perpleja cuando cruzamos juntos el umbral. “Hola pichona. No sabía que venías con compañía”. Vos te reíste y saludaste. Yo venía cansada. Se me habían agotado las explicaciones.

Y es que me mordía desde adentro la bronca que surge ácidamente desde mi garganta cuando me doy cuenta de que estoy hasta la nuca metida en un drama que yo misma me generé. Yo, que soy veloz juzgando (vos me mirabas intrigado, notabas la vena en mi sien), que me deshago en comentarios de arpía ante el papelón de los demás (mi papá te saluda, vos le sonreís y me apretás la mano), hice lo mismo que, un día, proclamé y condené como atroz (mi papá me abraza y yo clavo la mirada en el pelo de mi hermana, que se ve distinto). Un año atrás, me encolericé despotricando contra la misma acción que, hoy, vengo a hacer a la casa de mis padres. Te re-presento y esta novedad oxidada incomoda más que la primera, original, novedad.

De la comida no recuerdo nada, no recuerdo ni haber comido. Estaba ocupada apretando los dientes. Ocupada, también, mirándote balancear tu conversar animado con las miradas furtivas que, periódicamente, me lanzabas. Me oís bruxar, porque solo vos captás ese sonido. Terminamos de lavar los platos y nos vamos a recorrer la casa. A la casa, claro, ya la conocías.

Y se nos ampollan los pies de tanto caminar. No porque la casa sea grande. Tiene dos plantas y varios espacios, pero no los suficientes para que un solo recorrido agote al transeúnte. No; lo que nos cansó fue caminar y recaminar. Volver a recorrer las distancias que ya habíamos zurcado años atras. De mi cuarto a la cocina, de la cocina al lavadero, del lavadero al living, del living al comedor, del living a mi cama, de mi cama al baño del baño a la salita de la salita al cuartito abajo de la escalera.

En todo ese recorrido mediamos palabras como sin darnos cuenta. La mandíbula se me destrabó y yo comencé a embadurnarte con mis dudas y las explicaciones. Se me caían las palabras mientras tropezábamos con mi familia en el trayecto. Y vos me perseguías mientras yo casi trotaba escaleras arriba, escaleras abajo. Por momentos sincronizábamos el paso. Me tomabas de la mano. No podías evitar preguntarme, confundido como estabas: “Pero, estás contenta?” “Si no estás contenta, qué hacemos acá?”

Yo no te culpo, todo es muy raro. Es raro volver acá y que todo sea distinto. Vos sos distinto. Yo antes no sentía tu mirada en mis orejas cada vez que caminábamos a la par. Yo antes no contaba con que me escribieras odas, con que me acariciaras el pelo. Y por más de que tu cara haya cambiado (se te ve más flaco, más tranquilo), de que ahora seas alegre y de que te rías de los chistes de mi papá, yo no puedo evitar apretar los dientes. Algo, intuyo, sigue ahí. Algo no cambió, no cambia. Hay algo de las personas que no cambia. Y eso no me lo dicen mis emociones, que me demuelen el pecho a martillazos cada vez que te veo. Lo que me hace apretar los dientes es mi cabeza. Algo a priori, eterno en mi cerebro, me dice que ese bloque oscuro adentro tuyo es inamovible.

Entre el ir y venir te llevaste mi vieja guitarra al living. Me acurruqué al lado tuyo, pensando en todas las cosas que nunca iba a decirte. Me pregunté cuantas cosas te guardarás vos. Me cuesta imaginarte pensando en mí. Me pregunté si a vos también se te destruye el pecho a golpes cuando te llega un mensaje mío. De mi guitarra sacaste sonidos que yo nunca logré exprimirle. Te acaricié la rodilla con la cabeza apoyada en tu pierna. Yo sabía que, entre nota y nota, vos mirabas furtivamente mi oreja izquierda. Yo tenía los ojos cerrados. Me imaginé la Sinfónica de Buenos Aires afinándose atrás nuestro. Después, acompañaron, con un sonido ambombado, creciente, los compases de esa canción que me escribiste años atrás. Y la orquesta y vos estallaban al unísono para mí.

Me desperté sola en el sillón. La guitarra, apoyada en la pared. Las lucecitas navideñas destellaban en los rincones cargadísimos de tu ausencia. Grité tu nombre, no te vi. En el fondo de mi cabeza, seguían sonando los acordes ambombados de la orquesta. Tocaban una variación de ese preludio que nos gustaba tanto de Tristán e Isolda, ¿te acordás? ¿Te acordás de vos llorando en un banco de un aula vacía? ¿Te acordás de las flores que me regalaste hace cinco años, esas flores que yo desprecié sin razón? ¿Te acordás de esas veces que yo metía los dedos entre los trastes de la guitarra porque no quería que tocaras? ¿Te acordás de esa vez que le gritaste a un pobre flaco que me ninguneó, te acordás de cuando me gritaste a mí una noche de octubre? ¿Te acordás de yo llorando? ¿De yo rogándote que me pidas perdón en el patio? ¿Te acordás de los conjuros estúpidos que hilvanaba en mi cabeza, las señales que le pedía al destino para saber si algo de lo nuestro iba a funcionar? ¿Te acordás de haberme despedido por mensaje de texto? ¿Te acordás de todos los torpes reencuentros, de las disculpas, de lo intacto que todo seguía años atrás?

Voy corriendo por mi casa en busca de tu guitarra y de Tristán. Estoy llorando pero no siento las lágrimas, solo el quiebre de mi pecho que sube y baja como yo. Recorro de nuevo de mi cama al living del living al baño del baño a la cocina de la cocina al cuartito abajo de la escalera y el sonido sigue distante está en el aire está suspendido colgado entre tiempos y no lo puedo alcanzar. 

De pronto lo encuentro en el techo, en un resquicio entre las vigas de mi cuarto. Cuando era chica me imaginaba que mi techo era todo un mundo aparte, que los nudos de las tablas de madera eran coliseos para las arañas y microbios. Hoy te me colaste entre las vigas del techo. Estás ahí por siempre. Y yo me trepo al cielo raso, abrazándome a las vigas. Sollozo mientras te escucho alejarte techo adentro. Tu sonido se escucha, bajito, en mi cuarto. Te escucho cuando no puedo dormir, y también cuando puedo. Te colás en mis sueños.