Sociedad

Café

Un tono ocre se acentuaba en mi habitación, se dejaba entre ver por los pequeños espacios de mi persiana que el sol me quería despierto.

Y eso hice. Me alisté, bajé las escaleras y me encontré con la primera de mis sorpresas: me había olvidado de comprar café.

Tenía, en caso de una emergencia como ésta, un sobre individual de café instantáneo que guardé en un cajón, que descansaba junto a otros tantos sobres que nunca me tomé la molestia de revisar.

La amargura de ese momento quedó solapada por la salvación de ese sobre de café instantáneo, así como en el más frío día los rayos del sol te iluminan el rostro y un cálido abrazo recorre tu cuerpo.

Tomé mi taza favorita, no es que tuviera una colección inmensa de tazas como para que esta sea especial. Pero si, es especial.

Me sentí un poco mal por tener que darle a mi taza favorita un café provisorio; que cumpliera una mínima función. Incluso su color era menos café que el que siempre utilizo.

Mientras la pava empezaba a suspirar y un ligero calor salía de sí, un ruido extraño invadió mi cocina. Quizás fue un ruido exterior, producto de quien fuera el posible cantor de las mañanas, que utiliza las ramas de los árboles como escenario para su ópera.

El ruido acrecentaba más y más, era suave, un poco torpe. Hasta que cesó por completo.

En ningún momento me atreví a mirar en la dirección de la que provenía el ruido pues estaba atento a que el agua no pareciera estar lista para cocinar en vez de disfrutar un ligero fervor.

De pronto un tarareo comenzó a sonar, era tenue y un poco agudo; como el que hace un niño.

Gire despacio mi cabeza sobre mi hombro ya que creí difícil que mi audición fuera tan aguda como para escuchar una melodía tal que provenga de fuera. Y, así, encontré la segunda de mis sorpresas.

Quedé atónito por lo que veía. Mis ojos no parpadeaban, mi boca se sentía reseca y no podía cerrarla aunque quisiera, mis manos y mi cuerpo estaban petrificados, lo cual no concordaba con mi corazón que empezaba a latir más y más rápido.

Era yo. Él, yo, estaba ahí. Estaba en ambos lugares al mismo tiempo.

Por un momento creí que era el café, quizás no revisé bien su fecha de caducidad, aunque dudo que su olor me hiciera alucinar.

No lo podía creer. Sus ojos y su pelo de color café, la forma de su cara, realmente era yo. Se veía de un poco menos de 10 años.

Me advirtió el ruido que salía de la pava que el agua ya estaba a punto, así que rápidamente la apagué.

Por un segundo creí que si quitaba mi atención de mi mismo él desaparecería y al volver mi cabeza ya no estaría más. Pero no fue así.

Me miró y me dijo: – «¿puedo tomar café? Huele rico» -. Solo asentí con la cabeza, con una ligera sonrisa; me había quedado mudo.

Dividí el café de ese sobrecito en dos tazas iguales, pero de diferente color. Después de todo, no somos precisamente el mismo.

Ya si de por sí ese café me traía un sabor diferente, menos puro, tomar la mitad de eso suponía que sería más insípido. Pero no tenía más café que ese.

Rebajé el suyo con un poco de leche y azúcar. Yo tomé el mío con un cuarto de cucharadita de miel.

Hizo una mueca extraña, como de asco; era obvio que no le iba a gustar, yo odiaba el sabor del café a su edad.

Resulta que yo también hice esa misma mueca. Realmente estaba horrible ese café.

Aún así, me agradeció. Solo atiné a decirle: -«no hay de qué«-. Aún no podía creer que algo así esté ocurriendo.

Me preguntó si había algo dulce para comer, pues claro, él quería contrarrestar ese sabor tan amargo que había probado hace unos segundos.

«¿Algo en especial?» – pregunté.

«Pan con manteca y dulce de leche, ¿hay?» – contestó. Y en sus ojos había una mirada de emoción ante su petición.

Tenía de todo en mi casa, había conseguido todo lo que quería – o que supuse que quería -. Pero no tenía algo tan simple, tan rico, algo que amé desde niño; pan con manteca y dulce de leche.

Y ni hablar del café, eso era lo que menos tenía.

De hecho, no tenía nada dulce. Revisé cajones, estantes, alacenas enteras. Nada.

¿En qué momento dejé de lado las cosas que siempre me habían gustado?

Me di cuenta de que estaba tardando mucho y que él, yo, se iba a impacientar.

Cuando me di vuelta para darle las malas noticias… ya no estaba. Se había ido.

Su café se enfrió; la taza se sentía mucho más tibia que antes.

Otra vez algo me faltaba, algo mío.

Desperté. Desconcertado. Mirando todas las paredes y el techo, extrañado.

Fue entonces que bajé corriendo las escaleras; quería ver si me encontraba por algún lado de mi casa.

No había nadie, estaba solo. Entonces comprendí que había sido un sueño, de esos en los que te das cuenta de que aprendiste algo.

No sabía si tenía café, pero salí a comprarlo igual. Me alisté y salí de mi casa tan pronto como pude. También compré pan, manteca y dulce de leche.

Preparé todo, tal y como a mí me gusta – y siempre me gustó -.

Me senté, le di el primer mordisco a ese trozo de pan con mi mezcla favorita.

Lágrimas caían por mis cachetes, como si lloviera sin cesar. No estaba triste, no estaba feliz; no sé cómo explicarlo. Simplemente estaba ahí. Lo disfruté.

A mí café le cayeron un par de lágrimas mías. Quedó un poquito salado.

Fue el mejor café que tomé en mi vida.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *