Exordio

 

La conjetura que motiva este ensayo, que en copioso dispendio de párrafos intentaré cincelar con ejemplos y explicaciones, se me es revelada ocasionalmente en inasibles letargos, en lentos atardeceres que rayan de esplendores últimos mi patio, en algún verso de Whitman, en antelaciones de llanto. No desmiento haberla contradicho en otra ocasión, ni prometo defenderla en un futuro. Nuestro lenguaje, y aun nuestra realidad, no son competentes para sostener asertos metafísicos. En cuanto a los ejemplos expuestos, no ignoro que los hay más preclaros; he citado, con escasa mediación de mi voluntad, fragmentos que han intimado con mi alma y me han ayudado a creer en esta convicción que a los porvenires exhibo.

 

Disquisición

 

Un único lazo inmanente une todas las cosas. Yo he sentido perplejidad, admiración, desconcierto, angustia, y terror al meditar sobre las reminiscencias. Hay algo terrible y fascinante en la evocación de un eco pasado en cualquier experiencia presente. No me refiero al trivial ejercicio de la memoria que aduna dos o más sucesos por correspondencia espacial o por mecánica repetición de cualquier hábito, hablo de la extrañísima sensación que se tiene al advertir que una experiencia ya se ha vivido, que dos instantes son, fundamentalmente, el mismo instante.

 

A mí me parece que estas experiencias, alquimia rarísima del tiempo, son el acceso más inteligible al lazo común que abraza nuestras almas con las cosas.

Por supuesto no es el único, sino que el más frecuente. Somos vulnerables al trance cuando atravesamos cualquier zaguán o cruzamos por la rectitud de las calles de cualquier barrio. Y, como expulsados del tiempo, como arrojados al abismo de los siglos que se desprenden vertiginosamente en unos segundos, sentimos desmentirse sola la falsía del tiempo, y el rígido andamiaje que sostiene la historia entera se desmenuza en jirones, para reconstruir luego su perfecta armonía en lo que dura la caída de un pañuelo. En esa fiebre lacónica, ¿somos aquella figuración a la que en el decurso de nuestra vida llamamos yo?

Yo responderé: no existen razones para afirmar que yo no soy todos los hombres que atravesaron ese zaguán y todos los que cruzaron esas calles. Allende la certidumbre metafísica que motiva estas líneas, allende el acto de insinuar esta certidumbre sobre el papel de un cuaderno, nada soy ni puedo llegar a ser, salvo todas las experiencias vividas por todos los hombres que habitaron y habitarán el universo. Eso es lo que me precede, esa es la esencia de mi ser, eso es lo que continúa revelándose ante mí en la hondura de las reminiscencias.

La poesía es otra magia que ensaya el mismo prodigio. ¿Cuál es la tarea del poeta sino buscar el inmanente vínculo entre las palabras y las primordiales emociones del alma? Y al hallar ese símbolo, esa cifra que encierra en versos la perfecta síntesis de un estado de conmoción, ¿no resulta acaso el poema un puente invisible entre las emociones del poeta y las nuestras?

Explicaciones al milagro de la poesía conozco la de Aristóteles, la de Hegel, la de Ortega, la de Croce, pero ninguna me satisface. Quien no ha sentido nunca un poema pensará que he perdido la razón si me oyera declarar que soy Walter Whitman, poeta y periodista nacido en Nueva York hace dos siglos, cada vez que leo Song of Myself. Insensata me parece cualquier otra conclusión tras perderme en las cincuenta y dos partes del poema, y sentir asibles a mis manos las briznas de hierba y el vívido testimonio de la humedad de sus hojas salpicando mi piel.

Hay quietud en toda contemplación. Hay un remanso que macera el fervor mundano de hombres aturdidos por el fragor de las ajetreadas calles centrales de cualquier ciudad; yo lo encuentro en los atardeceres, cuando el poniente cubre los postreros rubores del sol e insinúa una luz púrpura que pronto será la noche.

Sumido en hondas cavilaciones, veo desde la ventana que da a mi patio a las tardes acaeciendo. Mientras me demoro en la mesura del patio, paulatinamente se pulverizan la forma y figura de los objetos. Desbaratada la entelequia del tamaño, longitud y extensión, las cosas adquieren una plenitud inagotable a cualquier escrutinio.

Y en aquel desprendimiento minucioso de formas, en la irresistible nitidez de las cosas, veo lo que permanece vedado a la mirada omisa, veo la esencia de las cosas, y comprendo que su existencia es una íntima proyección de la mía, y que tampoco yo existiría sin ellas, y que es un hondo simulacro lo que representamos en sincronía.

Reminiscencia, poesía y contemplación, estas son tres experiencias en las que encuentro yo enlace entre mi alma y el universo. Otros fenómenos hay que abaten el artificioso muro que nos separa del mundo. Copiaré dos ejemplos de dos genios disímiles que descubrieron la misma revelación y arribaron a dos conclusiones distintas; el primer fragmento se encuentra en un tratado de Astronomía que pertenece al libro Das Buch Paragranum, escrito por el alquimista y filósofo Teofrasto Paracelso y publicado de manera póstuma en 1562. Declara que no hay atisbo de la realidad que habitamos que no informe testimonio legítimo de las nacientes nubes que cubrieron el cielo de la primera mañana:

 

Aquello en lo que yacen y se refugian todas las criaturas es el limbo; como en la semilla, allí habita toda persona, es decir, en el limbus parentum. Ahora bien, el limbo de Adán era el Cielo y la Tierra, el Agua y el Aire; por eso el hombre permanece en el limbo y tiene Cielo y Tierra, Agua y Aire, que son lo mismo.

 

Vio Paracelso que todos los hombres y aun los primordiales elementos de la naturaleza provenían de lo mismo, y todavía hay en todos los seres vestigios del mismo limbo donde soñó su primer sueño Adán y nos bañan las mismas aguas que refrescaron sus precursoras manos. Tal afirmación sugiere que en nada difieren las elementales cosas y fenómenos primeros del mundo con lo que hoy atestiguamos, y una rosa es siempre la única rosa, y sus infinitas ramificaciones son la representación móvil y perecedera de la perenne rosa, así como nosotros somos la representación mortal de Adán.

Similar hipótesis llevó a una conclusión distinta a Jorge Manrique, poeta castellano que un siglo antes del libro de Paracelso escribió su obra cenital Coplas por la muerte de su padre. Manrique atestiguó que lo que anudaba todas las almas era la fatalidad de la muerte, tal es el idéntico destino que aguarda a todos los hombres y a todas las cosas. Del mismo punto de partida nacen todos los seres, el mismo destino acecha a todos. En la vigésimo cuarta copla de la antedicha obra le canta así a la muerte:

 

Las huestes innumerables,

los pendones y estandartes

y vanderas,

los castillos impunables,

los muros y valuartes

y barreras,

la cava honda, chapada,

o cualquier otro reparo

¿qué aprovecha?

Que si tú vienes airada

todo lo pasas de claro

con tu frecha.

 

Queda aún por explicar el carácter de este lazo que mancomuna todos los seres. Sabemos que existe, y que su revelación ocurre en sortilegios aislados de profunda introversión ―verbigracia, los tres que he expuesto al comienzo. Los ejemplos de Paracelso y Manrique son dos posibles explicaciones: aquel encuentra en las cosas vestigios de un limbo que fue primer contorno de la existencia, este vio que en la muerte se confunden todas las fatalidades―. No ahondaré en extensivos exámenes sobre la sustancia y sus distintas consideraciones; me basta reiterar un principio filosófico ilustremente difundido: Solo conocemos lo que podemos percibir.

Aceptada esta sentencia, queda claro que la percepción de un objeto le otorga definición ―no me atrevo a decir existencia―. Y un árbol plantado en una vereda es enorme si lo ve quien cruza la vereda de enfrente, y cabe en la palma de una mano de quien lo observa desde el balcón de un edificio a dos cuadras. Así, si es en mí donde adquiere solidez una piedra, palidez un amanecer, o dulzura la fragancia de un jardín, ¿cómo no sentir que algo en mí yace en esas cosas? ¿Cómo sentirme distinto de quien declara haber amado, sufrido, anhelado, si esas palabras solo tienen significado en cuanto yo las he sentido?

 

 

Distintas tendencias filosóficas se han aproximado a esta verdad, otras casi la han declarado. Pienso en Platón, que afirmó que la materialidad de los individuos es la copia de su objetivación arquetípica, que habita en un universo ulterior de formas e ideas perennes; pienso en George Berkeley, que dijo por primera vez que los objetos solo tenían existencia en los albores de la mente; pienso en Kant, que entendió las formas aparenciales como la cifra de un nóumeno inabordable; pienso finalmente en Spinoza, que vio en las cosas el devenir de una única sustancia, asimilada a Dios.

Platón y Kant no me sirven, porque subordinan nuestra realidad sensible a oscuros simulacros de la razón; Berkeley y Spinoza hallan en Dios un andamiaje donde apuntalar toda existencia. Aunque estos últimos hayan arribado a más cabales conclusiones, me parece que todos incurren en el error de sujetar la realidad a lejanías impalpables.

Justificaciones ulteriores al enigma de la realidad se extravían en baldías encrucijadas que no hacen sino confundir el problema o desplazarlo en problemas ajenos. No hay un dios oculto en el cuaderno donde escribo estas líneas, ni dios alguno lo sostiene mientras ceso de prestarle atención, no hay tampoco un cuaderno ideal que compendia la forma de todos los cuadernos. Hay un cuaderno según mi pobre testimonio visual y táctil, que lo sabe de tapa oscura y firme. Y en nada difiere el cuaderno de mí, porque en tanto atestigüen mis ojos y mis manos sus páginas, sus páginas tienen definición, y en tanto sus páginas existen con su forma rectangular y sus renglones colmados por una letra trémula y diminuta, hay unos ojos y unas manos que las atestiguan.

Aplicado este último ejemplo a todos los objetos y todos los hombres, se comprenderá por qué todas las cosas son una. La historia entera del universo sucede su curso contenida en la nómina de recuerdos de una sola alma. Toda pluralidad es inútil multiplicación de lo que podemos comprender por nuestra sola razón.

No hay la muerte de Abel, y luego la muerte de Rodrigo Manrique de Lara, y algún día mi muerte. Habrá una sola muerte el instante que suceda mi postrer latido, y conmigo claudicarán los símbolos: los esplendores de la aurora, el remanso del Río Paraná, la fragancia de remotos jardines de orquídeas, el vibrante frío en la cúspide de las montañas del sur, una llamarada que arde en todas las sombras sin encender una sola luz, el vapor de un tren transitando por unos rieles que surcan mi patria, que no es Argentina, los avatares humanos de una deidad encarnada, el aturdido silencio del patio donde mi padre ceba mates por la siesta, hordas de hombres precipitándose apurados por una peatonal, el reflejo apócrifo de los espejos, el calor de los desiertos, la doctrina de Schopenhauer, una partida de ajedrez, el símbolo del poema, las sombras oprimidas de una madrugada, una línea sin principio ni fin, que atraviesa todos los puntos de la Tierra pero no los toca, todos los sueños que soñó don Francisco de Quevedo, se dormirán por fin tus conjeturas y declinará todo misterio en un último gemido atroz…

Todos gozamos de una modesta eternidad. Salteados los ambages que obturan nuestro lazo con las cosas, resulta más sencillo ver la inherente conexión que tenemos con el mundo. A quien aún reserve escrúpulos para esta doctrina, aconsejo que se demore unos minutos en las cosas elementales, las rosas, los libros, el río, y como un resplandor brillará diáfana esta revelación abominando toda multiplicidad.

Dejo anotado otro testimonio de un filósofo que accedió a esta verdad y la expuso en un principio comúnmente conocido como identidad de los indiscernibles. Se trata, por supuesto, de Leibniz, el último filósofo total, que declaró ser una misma cosa todas las entidades cuyas propiedades son idénticas, y, en un escrito de carácter metafísico, trazó la siguiente postulación:

 

Cuando consideramos de cerca la conexión entre las cosas, podemos decir que en todos los tiempos hubo en el alma de Alejandro Magno vestigios de todo lo que le ha sucedido y marcas de todo lo que le sucederá, e incluso trazos de todo lo que sucede en el universo, aunque solo Dios es testigo universal de todo ello.

 

He declarado que mi conjetura es más accesible mediante las elementales cosas que yacen en nuestro mundo. No me atrevo a escrutar la otra realidad, la realidad digital, tan ajena y tan ambigua que me resulta inverosímil establecer vínculo alguno con mi ser. Quedémonos con los prodigios consabidos, aquellos que forman todavía una parte corriente de nuestras meditaciones, para conquistar luego otros horizontes. Ya Cansinos Assens cantó en un verso eterno:

 

El alma del mundo es la costumbre.

 

Un último apunte: no basta detenerse en mis palabras para aprehender el sentido de este escrito. El lenguaje, o más bien la retórica, es un instrumento vacilante y proteico fácilmente utilizable para afirmar y refutar cualquier dictamen, de modo tal que si uno quiere buscar contradicciones en cualquier párrafo, se regocijará hallando evidencia de mi pobre dialéctica incapaz de sostener un solo argumento. Pero antes de conjurar asaz ociosa acrobacia verbal, sugiero al lector que ocupe su tiempo en comprobar mis razonamientos en ejercicio de contemplación absorta, y verá resquebrajarse las penumbras que vedan al ser y las separa de las cosas en fútiles disparidades.

Julius Bahnsen (Der Widerspruch im Wissen und Wesen der Welt. Berlín. 1880), continuador de Schopenhauer, afirmó que la esencia de la realidad es la contradicción. En toda voluntad humana acecha una eterna contradicción entre deseos que se niegan entre sí. A la disputa entre la voluntad y la satisfacción, por siempre irreconciliables, la llama dialéctica real, y señala:

 

La dialéctica real postula: lo que parece imposible para la lógica puede, en realidad, ser lo único necesario y, por lo tanto, lo único verdadero.

 

Así, pues, Bahnsen abraza la existencia de lo existente y lo no existente, de lo sucesivo y lo extático, de lo finito y lo infinito. No niego haber inquirido en vanas multiplicaciones en algún segmento de este escrito; ocurre que hablamos fragmentando las cosas y erigiendo barreras. Si hube postulado de antemano un yo escritor y un tú lector, no fue un descuido ontológico. Es mi pobre resignación al lenguaje que me precede, que no alcanza para delimitar la realidad ni para sostener este amparo ilusorio que me unce para siempre con lo que he perdido.