Me desperté entre los vidrios rotos alumbrado por un ángel en abstinencia, mientras los pálidos dedos de la luna corrían mis párpados. Disecciones de lo propio. En el centro del pecho, una mala flor creciente, de pétalos rojos o negros, con los ojos del dios privado, ya muerto. Extiende su nuevo cuerpo dentro del mío, siento como se enreda primero en mis costillas, luego en mis vértebras, abarcando cada una de ellas. Intento arrancarla, pero su tallo se solidifica o mis manos se cristalizan, o ambas cosas o ninguna. Intento ahogarla y sin embargo, el líquido se evapora hasta escapar por mi garganta ya atestada de espinas y raíces. Me rindo. Su presencia instaura una calma reparadora, la calma de cierto tipo de tristeza de atardecer. Ocupa el resto de mis nervios, se establece entre mis huesos, conduce mis músculos, se alimenta de mi sangre, se enraíza en mi corazón, florece desde mi boca y ve a través de las cuencas vacías de mi cráneo fragmentado de flor encendida, ve y mira, al fin, al ángel en abstinencia sonreír mientras se apaga. Purgo así mi condena en la más violenta quietud, en la putrefacta inacción. Allí, en un desierto de lámparas de luz fría y líneas de colectivo a la nada, allí junto al nombre impronunciable que no resbalará de mi boca como milagro o como pedido de auxilio, nada saldrá de mi boca florecida, nada más, nunca más.