Una alegría en clave discurrió del lagrimal del viejo.

La sonrisa le nació despacio 

como barco que se hunde 

y vuelve a apuntar desde el abismo.

Desde la mañana los pies le pesaban como anclas,

y le adornaban las manos cansadas , heridas de anzuelos.

El viento salado del mar había, con el tiempo, blanqueado su pelo.

En su letargo entendible para pensar y actuar ,

abrió la puerta de su choza, y desde el fondo

cuatro gráciles patitas

le recibían con desesperación y anhelo.

Al primer golpe de vista,

a la mente del viejo le costaba discernir,

pues se fundía en dos la imagen de un perro conejo.

Los ojos del viejo eran su perro,

Los ojos del perro eran el viejo.

-¡Levanten anclas!-, dijo la atención,

«Acá hay algo que hace olvidar el dolor».

Las manos,como un milagro de Cristo

dejaron de doler.- Cargar ácidas llagas,

¿con qué necesidad, Lázaro?-

Pensaba.

-Dios te mandó un bálsamo.-

Hoy el viejo consiguió un pescado

después de esperar cuatro horas sentado,

el hambre entreteníale el pensamiento a diario.

-¡Amigo!

-¡amigo!

se gritaron los dos con la mirada

de niño que recibe un regalo.

-Ya conseguí lo de siempre,

el anzuelo en el mar 

perduró más que el  ánimo de la serpiente.-

Mientras cocinaba, 

el viejo contemplaba

a aquel animal de valor infinito.

Desde el fondo, muy espontáneo , le salió un profundo agradecimiento:

-¡Amigo! yo te agradezco,

porque soy pobre e imperfecto

y vos lo ignorás por completo.

Mis humanos

no fueron capaces  de pasar por alto esto

y me dejaron solo,

pero vos sos a mi lado como un pilar de concreto.

Ay amigo, pero no puedo tampoco juzgarlos;

al hacer memoria recuerdo,

que ni Pedro se animó a tanto.

Pero pienso que si alguien

acompañó a Cristo al calvario,

no tengo ninguna duda que  fue

un perro dulce y manso.-


                                                                      –  Victoria Abecia