Tenía pendiente la lectura de Herland, la famosa novela de Charlotte Perkins Gilman, desde hacía más de diez años. Estaba incluida en la lista de lecturas de un MOOC sobre fantasía y ciencia ficción que hice allá por 2012 y que era tan interesante como intenso, con uno o dos libros asignados por semana, además de videos y material adicional. Con Herland no llegué a empezar siquiera; dejé por la mitad A Princess of Mars y creo que el resto lo leí todo, incluyendo The Island of Dr Moreau y los Household Tales de los hermanos Grimm.
Ahora, gracias a que formo parte de un club de lectura (éste), se me dio la oportunidad de saldar esta deuda conmigo mismo. Matriarcadia (así tradujeron el título del libro al español, y no voy a volver a escribirlo, ustedes disculpen) resultó la lectura elegida para este mes. Así que lo leí.
¿Qué es Herland? Es una novela utópica, es decir, una novela en la cual se propone una sociedad alternativa en la que se han resuelto problemas importantes del mundo tal cual lo conocemos. En este caso, el rasgo de nuestro mundo que queda disuelto es el machismo, no por la instauración de la igualdad entre hombres y mujeres sino por la lisa y llana eliminación de todos los varones.
En Herland, el país imaginario que da título a la historia, las mujeres se reproducen por partenogénesis, lo cual vuelve innecesarios a los hombres en términos reproductivos. El mecanismo por el que son capaces de hacerlo no está explicado; un día sucede, simplemente, el milagro, y a partir de entonces las herlandesas ya no necesitan a los hombres (eliminados, en rigor, un tiempo antes) como mecanismo reproductivo.
Con la liberación de esta carga, las mujeres tienen la oportunidad de crear una sociedad a su medida, libre de todos los aspectos negativos que se atribuyen a la masculinidad: básicamente el instinto de agresión y dominación. Y, en efecto, a través de la mirada de un hombre que llega a Herland (son tres exploradores, y uno de ellos narra la historia), vemos cómo esta sociedad matriarcal es superior a la nuestra en todos los aspectos imaginables.
Hay que decir que la novela, publicada en 1915, no es narrativamente muy atractiva, incluso se hace un poco pesada por ser básicamente un vehículo para abogar por ideas que Gilman ya había plasmado en escritos de no ficción. Y estas “novelas-ensayo” suelen resultar bastante áridas. El artificio de Gilman es hacer que los tres extranjeros dialoguen con las nativas de Herland y así aprendan cómo funciona esa sociedad utópica, mientras que las mujeres, a su vez, se enteran de los horrores de la “sociedad bisexual”. Esto, una y otra vez, a medida que van surgiendo los distintos temas: el trabajo, la organización social, la religión, el cuidado de los hijos.
En varios aspectos puede decirse que la autora de Herland se adelantó no sólo a las concepciones machistas de su tiempo sino incluso a los reclamos del feminismo de aquel momento, inscribiéndose en lo que hoy llamamos la segunda ola mientras estaba en vigor la primera. Sin embargo, en su novela estas mujeres, que han vivido dos milenios sin hombres, no están realmente libres de los estereotipos de la femineidad vigentes hace un siglo. Más bien al contrario, porque la maternidad es lo que organiza todos los aspectos de su sociedad. Las mujeres que pueden dar a luz son idolatradas, la Gran Diosa ocupa el lugar de madre social, y el cuidado de las niñas está a cargo de profesionales porque la maternidad está socializada al modo de una comuna. Pero, además, sólo las mujeres que realmente tienen un deseo intenso de participar de este tipo de esquema pueden dar a luz; a las otras (por ejemplo, a las que muestran un excesivo individualismo, que se traduciría en un inaceptable apego a sus criaturas) no se les permite. Así se controla que la población se mantenga estable; por lo tanto, la maternidad está también en el centro de la economía de Herland y en última instancia, como decía antes, de toda la organización social.
Sin embargo, lo que más me llamó la atención del libro (y no para bien) es el evidente trasfondo racista que anima a esta supuesta utopía. No sabía de este notorio rasgo del pensamiento de la autora; me enteré cuando llegué a una oración del libro que me resultó inesperadamente chocante y decidí googlear. La oración es la siguiente: “Pero había un paso libre accesible a través de la muralla de montañas detrás de nosotros y no tengo duda alguna de que aquellos habitantes eran de raza aria y en algún momento estuvieron en contacto con la mejor civilización del mundo antiguo.”
Esta referencia a la raza aria y a civilizaciones que serían mejores que otras es una manifestación inusitadamente clara de la visión de Gilman, que adscribía a nociones de superioridad blanca y que en sus ensayos deploraba la oleada de inmigración a los Estados Unidos desde países considerados indeseables. En sus textos de no ficción, la escritora se alinea con la noción del “suicidio blanco”, que refiere a la pérdida de la supremacía de la raza blanca en un territorio por la proliferación de habitantes de otras razas que (ésta era la lógica) se reproducen más rápido. En la novela, la eugenesia practicada en Herland no sólo asegura que la población no crezca más allá de los límites que impone la sustentabilidad de su economía y su geografía, sino que también procura ir “mejorando” la raza. En Herland nunca nacerá una niña negra o asiática, ni una niña “defectuosa”.
Si no fuera por esto, es decir, si no hubiera un núcleo racista en la sociedad de Herland, aún habría que imputarle a Gilman que su utopía es sexista: existía la posibilidad de (como han hecho otras autoras del género) imaginar una sociedad en que hombres y mujeres convivieran en armonía, en que se hubieran superado las barreras y desigualdades en lo que refiere al género, pero en Herland no sólo los hombres han sido eliminados físicamente (las mujeres los mataron para evitar que las violaran y dominaran), sino que todo lo masculino es considerado pernicioso e inferior. Herland, el país, es una utopía precisamente porque se ha extirpado todo rasgo de masculinidad: los hombres son la mancha, la enfermedad que lo corrompe todo.
Supongo que es entendible que el libro no me haya gustado mucho pero, más allá de lo apuntado, me parece una lectura interesante. Naturalmente me encontré sopesando cuánto de lo que se dice en Herland acerca de las tachas que la dominación masculina le imprime a la sociedad es efectivamente una cuestión de género y cuánto o cuán poco se ha avanzado en estos más de cien años. Por cierto, la primera publicación fue serializada y estuvo a cargo de la propia autora; Herland sólo vio la luz en forma de libro en los años setenta, cuando la autora fue redescubierta y recuperada por el feminismo de la segunda ola, y en aquel momento habrá sido bastante fácil advertir lo poco que las cosas habían cambiado en muchos sentidos.
En momentos en que el feminismo ha logrado instalarse en el lenguaje oficial, en que cosas que hace un siglo resultaban naturales hoy nos parecen aberrantes; pero también en momentos de resurgimiento de derechas fascistas y, en general, del racismo y la xenofobia, me parece que es importante leer a Gilman pero no en un sentido puramente reivindicativo. Al contrario: Herland funciona como una advertencia sobre los caminos que el feminismo no debe seguir.
Está bueno leer el libro más allá de su carácter machacón y literariamente pobre; está bueno, también, contextualizarlo en el marco de las ideas que Gilman expresó durante su vida, y también, de paso, ganar alguna perspectiva histórica sobre ismos y fobias. No cabe duda de que la autora fue una mujer extraordinaria; cuánto de su pensamiento podemos rescatar es cosa nuestra.