Es difícil extrañar en este frío de verano que trae tu ausencia. Es difícil convivir con lo ausente.
El día está gris. Caen gotas pequeñas y molestas; caen en grupos, en intervalos. Mojando los edificios, las calles y las veredas, su humedad forma una película de agua en el piso que refleja las luces amarillas entrecortadas por las irregularidades de la acera.
Extraño la luz seca del sur. La brisa marina de invierno transportando el sonido monótono de las olas al romper en la arena fría. Al horizonte se unen, en sintonía de colores, el mar con las nubes celestes. Se mantiene así a lo largo de una costa kilométrica y ancha, con paradores, restoranes y kioscos que acompañan cada tanto. El sol desapareció hace unas horas detrás de los nuevos edificios. La temperatura sigue bajando, hasta llegar a puntos que muchos no aguantarían.
En mis oídos, auriculares.
Siempre música.
Sobre la arena pienso en las zapatillas, sin huecos: la arena y el agua no pasarán. No me voy a manchar el pantalón.
La correa violeta (era de Dana) cambiando de mano en mano, mientras Momo sale corriendo eufórico por la orilla, jugando con sus pares. Las ráfagas marinas pegan con suave fuerza, limpiando los pulmones y revitalizando. Me gusta escuchar músca que me estimule, que me inspire, que me revitalice.
El olor ácido del café espresso en un pocillo blanco.
El calor y olor del calorama recién prendido. Días de penetrante frío.
El olor de un sahumerio.
Extraño el canto de los gorriones en el sauce llorón del patio de la casa del centro.
Ahora duelo mis memorias.
Dana murió de un cáncer que le causó un ataque epiléptico. Rabito de viejo.
μῆνιν tengo
Pero ninguna deidad cantará mi epopeya.
οὐλομένην mi cólera
Pero hay términos que no puedo eliminar.
¿Dónde está mi libertad? ¿No que «elegir morir es la libertad más grande que alguien puede tener»?
Hay algunos libros en la mesa.
Me senté en el sillón y un ladrillo me aplastó la cabeza.