Los domingos de ramos se fueron consagrando costumbres sagradas, cuando ese color tan pasional, representante de nuestros deseos mutuos, florecía y aromatizaba nuestra intimidad. Desafortunadamente la cuaresma fue acabando, y con ella la temporada de aquella flor escarlata, para dar lugar a tulipanes ajenos, llenos de colores tan fríos que reducen cualquier presente a cenizas.

Pero las rosas lejos de ser descartadas, fueron armando una diadema de espinas, coronando el momento para exclamar la imposibilidad de jurar con gloria morir, porque mi corazón yacía inerte hace tiempo, culpa de un desamor taciturno. Asegurando antes de caer, con total deshonestidad, que ese ramillete jamás se lucirá tan bien como los clásicos ramos que un día nos dimos de mano en mano.