EMUD, EL HAMBRIENTO

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Emud. Ese es el nombre de la criatura.
Dicen que se manifiesta al mencionarlo en voz alta pero solo cuando la mesa está adecuadamente servida. Después de todo, no es más que un convidado con un paladar muy específico. El «devorador de tiburones» lo llaman.
Si bien los pormenores de la cena son irrelevantes, hay 3 señales que sugieren el acecho del depredador: sudor frío, casi helado, palpitaciones súbitas incontrolables y un repentino silencio seductor que invita a llamarlo.
La barricada improvisada que les impide a mis verdugos acceder a mi habitación pronto será derribada. Siempre creí, a pesar de no ser hombre de fe, que si este día llegaba finalmente sentiría el arrepentimiento de mis acciones con el peso de una cruz aún más grande que la que cargó el nazareno. Nada más alejado de la realidad. Los gritos coléricos de los familiares, amantes y amigos de mis víctimas llegan a mis oídos como la ovación triunfal pertinente a mi ilustre obra.
A nadie le importaría si me escucharan decir que yo no lo disfrutaba, pero es cierto. El placer nunca fue mi propulsor sino más bien mi finalidad. Era una cuestión de saciedad. Una vez que olía la sangre asustada y veía las gotas cristalinas, casi imperceptibles, recorriendo el cuello, ya no había forma de refrenar mis impulsos. El redoble intempestivo de un corazón desesperado solo servía para exacerbar mi irritación y acelerar mi búsqueda de satisfacción. Ese hermoso clímax en donde todo cesa y el apacible silencio recorre los cuerpos de manera absoluta sin importarle si aún reside vida en ellos o no.
Los golpes son cada vez más fuertes. La embestida parece ya ser inevitable. Es curioso que aún sin remordimientos cristianos que me aquejen, he logrado sentir un escalofrío húmedo detrás de mi cabeza, y mi corazón, que creía inerte, ahora parece haberse puesto manos a la obra para compensar el tiempo perdido. Más curioso incluso es el hecho de que por más que lo intento no puedo recordar ni un solo rostro, ni siquiera el de mi última presa.
Pero quizás lo más curioso de todo sea que aunque las sombras que comienzan a atiborrarse por el marco de la puerta indican que la multitud está abriéndose paso a metros de mi lecho, ya no puedo escucharlos. De hecho, ya no puedo escuchar nada. Ya no puedo pensar nada. Hay solo una palabra usurpando la totalidad de mi conciencia:
— Emud

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