Escribiría mi nombre

en cada sector de tu cuerpo

como alguna noche en la que nos envolvimos en plena Torre Eiffel;

la yema de mis dedos quedaba diminuta en tu espalda

gustosa podría haber estado toda la noche recorriéndote hasta no dejar ningún fragmento de tu piel sin acariciar,

ningún papel en blanco

ningún estanque vacío,

quiero que me mires hasta ponerme inquieta

o al menos hasta ahogarme en el celeste de tus ojos.

Qué intriga me da conocer el final de los bordes de tu cuerpo,

de las líneas de esta historia:

¿Quién de los dos habrá acertado en las especulaciones del guión?

¿Mi paranoia

o tu constante carpe diem?

Comprendo que no sos mío aunque nos guste jugar a que sí,

pero dejame refrescarme con la libertad

del sólo hecho de quererte

como si fuésemos amigos de la infancia,

como si no sobrepensara a partir de tu silencio.

Alguna vez

ya resignada a no encontrarme

te encontré a vos,

te confesé que no me asusta que un día te vayas,

aunque tal vez sí la idea

de que no me avises que no vas a volver.

Somos algún icónico cliché

fluyendo ahora

en la adrenalina de la tensión del reencuentro,

deseando volver a moverme con la presión de tus manos

que me guían con firmeza, con finura y cortesía

como en la pulcritud y la ternura de un tango.

Volví a soltar la corriente como nerviosas aguas rionegrinas,

volviste a dejar tu sello personalizado en mi apocalipsis,

a hacerte un lugar en mi cuaderno.

Tu movimiento es

quien expresa con elocuencia

como cuando interrumpiste la rigidez del silencio y de las conversaciones forzadas

tan sólo ofreciendo tu mano.

Tenías razón,

así estamos bien.