El Bosque de la Bruja

Detrás de las Montañas Blancas hay un bosque, que se extiende por leguas y leguas en todas direcciones. Como en un extremo se encuentra una gran ciudad, numerosos viajeros lo atraviesan día a día, recorriéndolo por sus numerosos caminos. Hay, por supuesto, lagos y espejos de agua, claros por donde se filtra la luz y la calidez del sol, pequeños colchones de flores y alguna que otra casa de leñador.

Fuera de los claros, la espesura del bosque se torna oscura, negra, y los ruidos de los animales sólo se ven interrumpidos por el seseo de las ramas de los árboles al viento. Hay en el bosque todo tipo de árbol, claro, y todo tipo de animal: en los abetos juegan las ardillas, mientras las hormigas hacen nidos a los pies de los álamos, y protegidas por los arbustos bajos ponen sus huevos las perdices. Si uno corre la corteza de un pino caído puede contar montones de gusanos y babosas haciendo sus vidas entre la podredumbre.

La leyenda dice que el bosque no es natural, sino que lo plantó una bruja que vivía en esa ciudad tan grande y que está tan cerca. La bruja era muy buena, pero era bruja, y todos desconfiaban de ella. Para ganarse a sus vecinos les hacía todo tipo de favor: le pedían que cocine para todos y ella cocinaba, le pedían que organice las festividades de la ciudad y ella las organizaba. Dicen que hizo crecer el bosque para que niños y grandes pudieran divertirse.

Pero como no la querían, le pidieron que se vaya, y ella desapareció.

Para conocer a fondo al bosque es recomendable visitarlo varias veces al año. En primavera los niños pueden jugar a perseguir mariposas en los parches de flores, en verano se puede apreciar la frescura de la sombra o bañarse en los lagos y cantar alrededor de una hoguera en la noche, y en otoño se pueden saltar los charcos de barro que se forman después de la lluvia. En invierno hay que tener un poco de cuidado, porque las noches son más largas y más oscuras, y aunque los niños jueguen en la nieve amparados por su inocencia, los adultos no pueden evitar sentirse observados constantemente.

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