La esperanza blanca
“La gente necesita mitos para identificarse y alguien a quien odiar. Eso es el fanatismo y ese es mi negocio”
El Viejo, como llamamos al Secretario de Redacción, tiene algo personal conmigo. Además, le encanta escucharse, disfruta de sus monólogos. En realidad, no habla, pontifica: – Rafael, vas a hacer una nota en la villa. El tipo que vas a entrevistar puede ser un mito, un fraude o una anécdota: es lo de menos. Es un bruto y vas a tener que traducirlo para los lectores supuestamente cultos de un diario de la Capital. Después de todo, estuviste estudiando en Buenos Aires hasta hace poco. En este papel están los datos. ¡Ojo! a veces cuando hacemos notas nos olvidamos de que no somos los protagonistas. Aunque siempre que escribimos se trata de nosotros mismos.
— (….)
— Me gusta tu languidez y tu apatía narrativa. Algunos de tus compañeros, cuando le preguntan a un entrevistado, parece que están haciendo editoriales de quince minutos. Vos sos el ideal para esta nota: parco, sin exageraciones, ni golpes bajos. Además, los de la sección deporte están de vacaciones.
Pudo haber empezado por el final, pero hubiera privado al universo de su elocuencia.
— ¿Entendido?
— Sí.
— Te va a dar fotos viejas y ya tenemos algunas, acá en la Redacción. Va a pedir guita por la nota. Primero fíjate si lo que te cuenta lo justifica. Por la seguridad no te preocupes, ya arreglamos todo con él mandamás del barrio para que no te aprieten y te choreen ¿te pido un auto?
— No. Voy en la moto.
— Cuídate, yo sé que sos medio woke, pero el miedo no es sonso. Mira que no es tu circo, ni son tus monos.
Entré al barrio. En algunas paredes de material, había pintadas políticas. También del gauchito Gil, san La muerte, Evita, Maradona o Messi. Algunas caras en la calle, no lucían demasiado amigables. Ahí estaba yo, atento y vigilante, esperando morir de muerte natural. El tiempo era angustia. Veía demasiados fantasmas. Era un progre en apuros, enfrentando mis contradicciones. La suerte estaba echada. Después de un rato, me di cuenta de que sólo me miraban por curiosidad. Era un extraño, de un planeta distinto, Pude controlar mí miedo y mis prejuicios. La casa estaba bien construida, parecía de otro lugar. Toque timbre y un cigarrillo después, el entrevistado apareció y me invitó a pasar. Era inexpresivo. No anduvo con rodeos.
— ¿Cuánto me van a pagar por esta nota?
— Depende de lo que tengas para contar.
— Está bien ¿cómo hacemos?
— Habla lo que quieras y te grabo. Si cuadra, te hago alguna pregunta.
Lo que sigue, son sus palabras retocadas para la nota y a veces es mi relato.
REPORTAJE CON TRADUCCIÓN
Dicen algunos, que la verdadera lucha por el progreso empieza en las aulas. Yo creo que la única manera de dejar de ser pobre, es volverse rico.
Soy un inmigrante. Siempre fui un inmigrante.
Nací aquí, en Santiago del Estero, en El Tuscal de la Banda. Según los noticieros de la tele: el aglomerado urbano más pobre del país. Aglomerado: mira que palabra rara ¡son rebuscados!
No conocí a mi viejo. Debe haber estado apurado. Parece que tenía problemas con la policía, pero mi vieja no era de quedarse sola. De hecho, soy el menor de ocho hermanos de padres desconocidos. Mi vieja no se acordaba de cada novio porque fueron demasiados. Ella era desmemoriada y tomaba mucho. Con el tiempo, se fue apagando como su instinto y se fue joven nomás.
Nos arreglamos. Comíamos una vez por día y si no había: mate cocido y pan duro. Los changos por desnutrición teníamos patitas flacas.
En el comedero municipal “patitas”, nos daban a los más chicos una merienda, a veces también en la parroquia. Los más grandes salían a mangar o hacían changas.
El rancho donde vivíamos era de chapa. El baño era un pozo afuera, con paredes improvisadas de las chapas que quedaban. Aquí nada sobraba, usábamos todo. Dormíamos todos juntos. En fin, es lo que había.
No se sufren las carencias de lo que no conoces. Buscabamos agua en baldes en una bomba de un pozo a unas cinco cuadras. No era para tanto, otros estaban más lejos.
Los changos fuimos felices jugando a la pelota en los potreros. Lo que me apenaba era, que a medida que crecían, mis hermanos se tenían que ir para ganarse la vida. Aquí no había oportunidad. A veces se preguntan por qué somos tantos, por qué no usamos forro si somos tan pobres, pero es lo único que tenemos: somos nosotros. La soledad te deja a la intemperie. Cuando nos separamos, somos pobres. Ustedes en cambio, se cuentan de a uno.
No sabemos llorar, no tenemos lágrimas. Siempre nos adaptamos a los que nos toca. Pura supervivencia nomás. Las emociones no sirven: son tortura. ¿Para qué? Si todo sigue igual.
PRIMERA MIGRACIÓN
Como era de esperar, a mí también me llegó el momento de migrar. Mi hermana mayor, la Silvia, trabajaba como doméstica en una casa de familia en Palermo. Vivía en una pieza separada al fondo, que llamaban de servicio.
Era temporal, hasta que yo creciera un poco más, porque tenía seis años. Todo era temporal, como siempre.
Para mí, fue el descubrimiento del agua potable, el baño con ducha, el gas y la luz. Sobre todo, de la tele.
Eso sí, no había potrero, ni changos para correr la pelota, pero había una plaza con juegos.
La Silvia, empezó a mandarme a la escuela y después de hacer los deberes, me dejaba ver la tele.
Mis compañeros del cole, me bautizaron como “el negro”, algo contradictorio, considerando lo que pasó después del incidente. Pero no me quiero anticipar.
A mi hermana también le decían “la negra”. En realidad, en el espejo nos veíamos marrones.
Doña Juliana y don Roberto, los dueños de casa, tenían hijos adultos que vivían en Estados Unidos. Yo siempre fui callado y prestaba atención, escuchaba. Hablaban del sueño americano y de la tierra de oportunidades. Después le pedía a la Silvia que me lo tradujera.
Por alguna razón, yo no le caía bien a Don Roberto. Después entendí.
Doña Juliana me regaló algunas revistas de aventuras. Para mí fueron un tesoro. Hasta me mostró como manejaba la compu. Era como estar en la NASA que mostraban en la tele.
Cuando vivís en una nube, te caes fácil. Mi hermana se embarazó y el padre de mi nuevo hermano resultó ser don Roberto. La Silvia me explicó que no podía decir nada, porque necesitaba que él la ayudara. Tenía que mantener el secreto.
Don Roberto y Juliana, acordaron en que no podían permitir que su casa se convirtiera en una villa miseria. Son como conejas decía él, como si no hubiera tenido nada que ver. La Negra, agachaba la cabeza.
¡Con razón me mandaban a hacer compras, cuando no estaba Doña Juliana!
Esta vez la migración le tocó a la Silvia. Se fue. Le dieron una semana para que viniera a buscarme. Don Roberto necesitaba la pieza, para meter una nueva doméstica. No había lugar para mí. Duramos bastante. Ya tenía nueve y hasta había aprendido a leer y a escribir, en el cole y sobre todo con las historietas, que me regaló la Juliana.
SEGUNDA MIGRACIÓN
La Silvia me vino a buscar y me llevó con otro hermano: el Manuel. Era albañil, buenazo y fuerte. Cantaba chacareras. Chacay Manta era inevitable. Hacía asaditos en la obra y tomaba vino. Siempre me acuerdo de la vez que llegó con una guitarra y una damajuana de vino. Un compañero le preguntó: – ¿Chango va de fiesta?
— No me mudo.
Siempre contaba chistes.
Los albañiles me tomaron cariño. Me llamaban mascota. Cebaba mate y hasta aprendí a hacer asado.
La mayoría eran paraguayos, les decían paraguas. Ellos nos llamaban kurepas. A todos nos bautizaban. Ahí me enteré, que kurepa pire significa piel de chancho. Me contaron que los soldados argentinos usaron botas color rosa de cuero de chancho en la guerra de la Triple Alianza. Eran Brasil, Uruguay y Argentina, contra Paraguay. Según ellos, atrás de todo estaban los ingleses. Decían que, por esa guerra, Argentina se quedó con Misiones y Formosa. Imagínate: botas de color rosa.
Aprendí algunas palabras y hasta puteadas en guaraní. A veces cantaban guarachas. Nosotros también cantábamos guarachas en Santiago. Llevaba baldes con arena y lo mejor, es que comía todos los días. En la memoria me quedaron los sabores de las empanadas, el chipa, la sopa paraguaya y el asado.
Una tarde, el Manuel estaba pasado de vino y se cayó de un andamio. Otra vez me tocó migrar.
TERCERA MIGRACIÓN
Fui a lo de mi hermana menor: la Mirta, que ahora era rubia. Se hacía llamar Yenifer.
Se veía como las de la tele que miraba en la pensión de Constitución: mi nuevo hogar de ocasión. Minifalda, tacos altos, remera ajustada y escotada. Todos la miraban. Pensé que Yenifer era un nombre artístico, porque siempre quiso ser famosa y un novio la trajo a Buenos Aires, para ayudarla a ser estrella. La pobrecita siempre soñó despierta. No tardó en conocer las dificultades del mundo de la prostitución y de la trata. Llegó una noche con un ojo morado, la nariz rota y los brazos marcados. Sin decir palabra, preparó mi bolso. Yo sabía que no tenía que hacer preguntas. Lo mío era siempre: ver, escuchar y mantenerme callado. Aprendí, que entender con el instinto te mantiene vivo. Pero verla así me marcó.
Echaba de menos el potrero donde jugábamos con los changos en el Tuscal. Pero allá no quedaba nadie. Nunca había motivo para mirar para atrás. Será por eso que no lloramos.
CUARTA MIGRACIÓN
Ya adolescente, fue la cuarta migración.
Otro hermano, el Alberto, se hizo cargo de mí, a su manera.
Estaba en la barra brava de un club del bajo Flores. En la villa había espacio para que los changos juguemos a la pelota. Nos llamaban “los guachos”
El Alberto me ubicó como trapito en la calle de la cancha. Fue hasta que llegó a ser dirigente de la barra y se quedó con los puestos de choripán. Otra vez, volví a la parrilla.
El Alberto era muy emprendedor y también revendía entradas y organizaba los micros para ir a los actos de los políticos. Conocí algunos, que hasta salían en la tele. Me gustaba oírlos hablar en su idioma y como los aplaudían cuando salían de excursión a los barrios pobres. Muchas veces no los entendía. Era gente que parece que sabía de todos los temas y tenía soluciones para todo. Eran doctores, no sé en qué, pero todos eran doctores.
Son graciosos, se la llevan con pala y cuando los pescan protestan como evangelistas. Pero si no la repartiste el problema es tuyo. Los que no tienen agua potable, ni cloacas, no los acompañan cuando están en la mala. Acá es diferente, cuando te toca perder te la bancas.
El Dr. Cometa, era diferente, me tomó simpatía, aunque con el tiempo me enteré que no se llamaba así. Alguien lo había bautizado también a él. Era muy atento. Siempre nos traía una chala de prima, para armar fasitos. Para mí eran gratis. Por eso me dio pena cuando se lo llevó la yuta: era un buen tipo.
Yo ya formaba parte de los juveniles de la barra. Pintaba porro, cumbia y bailanta. Era fija que después de eso debutabas. Las pibas estaban re locas. Ya no era el negro, era parte de los guachos y no era malo. Lo grave era si te decían gato o buche: ahí había que plantarse.
En un tiroteo con otra barra perdí varios amigos y el Alberto desapareció sin dejar rastros. Ya me había advertido lo que tenía que hacer en ese caso.
En la casa encontré una nota: – Te dejé un sobre con verdes donde ya sabes. La mano viene pesada. Se quedaron con la mosca de los que nos dan protección. Ya sabes quienes. Bórrate. No puedo volver.
De esa guita, le di parte a la Silvia. Don Roberto, que trabajaba en la Cancillería y la seguía visitando, me dio una mano por el trámite de la visa para viajar como turista a la tierra de las oportunidades.
QUINTA MIGRACIÓN | NEW YORK – NEW YORK
Ya era un inmigrante ilegal en Nueva York, con la visa de turista vencida. Trabajaba en un bar, a cuadras del Madison. Es donde los gringos vienen a ver boxeo y basket.
En la tierra de oportunidades, lavaba baños, cocinas, platos y cubiertos.
Cuando venían de los de Migraciones, me escondía. Puro protocolo. Los chabones pasaban por la caja y se iban. Me sentía como en casa. Aquí negrean así.
Nunca imaginé lo que iba a pasar esa noche. Es raro que, a los tipos ordinarios, nos pasen cosas extraordinarias, pero sucedió.
Una rubia siempre tomaba whisky en la barra. Muchas veces se iba acompañada. Acá les dicen escorts.
Yo siempre la miraba cuando abrían la puerta de la cocina: era hermosa. Sabía que no era para mí.
Me llamaron para limpiar, porque se habían roto vasos. Me acerqué, había un tumulto.
El problema era entre la rubia y un negro de guita, muy empilchado y con un collar y pulseras de oro. Tenía guardaespaldas.
Pedí permiso para trapear y levantar los vidrios, con las únicas palabras que me enseñaron: excuse me sir, please.
No entendía lo que hablaban, pero el tipo estaba borracho y cargoso: heavy les dicen aquí. Metió una mano entre las piernas de la rubia, por debajo de la pollera. Ella se resistió y el tipo amagó con pegarle. Me interpuse. El negro estaba sacado y muy borracho. Me tiró una mano como para voltear una pared. Esquivé, perdió el equilibrio, dio con la cabeza contra el borde de la barra y se desmayó.
Los guardaespaldas se lo llevaron. A mí me echaron.
El barman comentó que yo dormía en el depósito y ahora había quedado en la calle. La rubia se compadeció, estaba agradecida. Me invitó a pasar la noche en su departamento. Era rusa y hablaba menos inglés que yo, pero dejo claro con gestos, que era sólo por esa noche y sin sexo.
Creo que esa noche la defendí a la Yenifer, no a la rusa. Yo me entiendo.
Dormí en un sofá. La rubia me despertó muy temprano con una tasa grande de café. Estaba muy asustada y me mostró el televisor con las noticias. Algunos clientes del bar habían grabado la escena y la subieron a las redes. Decían que yo lo noquié al negro, que resultó ser un aspirante al título mundial de boxeo. Ahora yo también tenía miedo. La rusa me dijo que me fuera urgente. Tragué el café y me fui.
Apenas me asomé a la calle, dos gorilas me metieron en una camioneta, sin pedirme opinión. Era el final. Para qué me metí, si no era la Yenifer.
Entramos a una oficina de película. El tipo era un capo.
— ¿Qué es un capo?
— Un exitoso. Un tipo que existe. Los demás somos una suma de ceros,
Yo estaba jugado. Cuando me preguntó por lo que pasó en el bar, le dije la verdad: se cayó solo, porque estaba borracho. Le cayó bien que dijera la verdad y que no fuera un fanfarrón que se la creyó. Me estaba midiendo.
Había un chileno que traducía, pero no hacía falta, a ese tipo se le entendía todo, aunque hablara en chino. Tenía todo claro.
— Bryan es un imbécil, borracho y drogón, pero gana todas las peleas en el primer o segundo round. Invertí mucho en él. Puede pelear por el título del mundo, pero si trasciende que estaba borracho o drogado, no hay oportunidad. Así que vos lo derribaste de un golpe: es lo que hace un boxeador.
— Pero yo no soy boxeador.
— Ahora sí. Vamos a entrenarte y vas a hacer tres peleas.
— Pero me van a matar.
— Las peleas van a estar arregladas con tres soldados míos. Ellos se caen cuando yo lo ordeno. Vas a ganar veinte mil dólares por pelea. Después vas a pelear con Bryan. La gente lo odia, es el antihéroe golpeador de mujeres, En cambio en este rincón, está el caballero que defendió a una dama del monstruo. Lo noqueó con un solo golpe. Las feministas te aman. Te convertiste en la esperanza blanca. Siempre resulta. La gente necesita dos cosas; mitos para identificarse y alguien a quien odiar. Eso es el fanatismo. Ese es mi negocio.
Mientras hablaba, acariciaba un par de rottweiler que lo acompañaban echados en el piso a los costados del sillón.
— Las personas no razonan, reaccionan. Amo mis perros y el veterinario me explicó que tienen reflejos condicionados. Las personas actúan igual, no razonan, reaccionan y las redes ayudan mucho. Algunos incluso se sienten intelectuales repitiendo consignas. Son muy previsibles.
— En Argentina fui patitas, chango, negro, negrito, guacho, negro de mierda, payuca. Nunca imaginé que en Estados Unidos iba a ser blanco: la esperanza blanca.
— Acá no es diferente: es la condición humana. Estamos clasificados todos como ganado: negros, hispanos, chicanos, tanos, negros y amarillos. Somos una sociedad libre para odiar. Ponen pasión y se ahorran el razonamiento. Todo depende de a que tribu pertenezcas. ¿Alguna duda?
— Cuando se enteren de que soy lava copas ¿qué van a decir?
— Lava copas y boxeador. Vas a entrar con la música de Rocky Balboa, ya lo estoy imaginando. Van a amarte.
— La pelea con ese Bryan ¿también va a estar arreglada?
— Lo voy a hablar con él. Ya veremos.
Entró un pibe con ropa cara. No saludó a nadie, nos ignoró a todos. Le dijo algo al Capo, que le dio unos cuantos dólares. Se los llevó al toque. El Capo sonrió: – Cuando haces mucho dinero, no sabes si son tus hijos o son accionistas. Muy bien, ahora quedas en manos de tu entrenador.
El entrenador era el chileno: un gran tipo. Me dejó en claro, que los rivales me iban a pegar en los guantes y se caían según en qué round hubiera apostado el Capo.
Me entrenaba todos los días y compartía un departamento con él. Tenía televisor, equipo de audio, computadora, heladera y hasta una biblioteca: un lujo. El chileno era un libro abierto. Siempre me decía, señalándome la cabeza: – este es el músculo principal que hay que entrenar. Ahí está la diferencia. También me contó, cómo cambió Bryan cuando ganó unos cuantos dólares. No estaba preparado, ni sabía pensar, era puro impulso; descontrol, alcohol, falopa y mujeres. Estaba seguro que no iba a terminar bien. Yo tenía que hacer todo lo contrario. Yo siempre escucho.
Las tres peleas se sucedieron según lo acordado. En los guantes sentía la furia de los rivales y su frustración por dejarme ganar. Sabían que me superaban, que yo era un fraude.
ROCKY: LA MIRADA AJENA
Llegó el combate.
El Capo había hecho propaganda con declaraciones truchas mías. Ahí me enteré del asunto de la Inteligencia Artificial. Resulta que yo sin haber dicho una palabra, aparecía hablando a favor de los migrantes, en contra de la política de Trump. No tenía ni puta idea de esos temas, pero me explicaron y me pareció bien. Lo trataba de negro blanqueado a Bryan, el golpeador de mujeres. En las puertas del Madison me esperaba y alentaba un montón de gente que no conocía. No pescaba una de lo que decían en su idioma. Algunos argentinos me gritaban: – ¡Vamos cabeza, a no arrugar!; ¡aguante perro, a no aflojar! ¡los del Toscal tenemos huevos!
Este último me dio un abrazo y me emocionó.
El chileno se dio cuenta que estaba sorprendido por las demostraciones y me instruyó en el vestuario:
— Él se va a dejar pegar en los dos primeros rounds, para que el circo no sea tan evidente. Además, el Capo, apostó que ganaba en el tercero o cuarto. No te la creas, no te confundas. Él es un asesino, un sádico. En el tercer round te tiras apenas te toque o te mire fijo. Mira que cuando te mande a dormir a la lona, para los que te aplauden, vas a volver a ser un looser, pero ya vas a tener algunos dólares que te llevaste fácil.
Entré con la música de Rocky. Llevaba una bata con la inscripción del Tuscal de la Banda.
Hice un primer round de saltarín, parodiando al gran Muhamad Alí, con improvisados jabs de izquierda aprendidos en el gimnasio. Bryan se sonreía esperando su momento. En el segundo, me envalentoné por un insulto amenazante del negro, que entendí porque lo usaban mis compañeros lava copas. Él no estaba acostumbrado a dejarse pegar y además retrocedía con los dos pies juntos. Para sorpresa de todos, perdió la estabilidad y cayó sentado por su propia torpeza. Es más, hasta le contaron. Estaba desequilibrado y me quería matar. Me salvó el gong.
Por primera vez, sentí que coreaban mi nombre ¡y en Nueva York! Claro, porque me olvidaba: mi nombre es Juan, lo demás eran apodos. Allá fue ¡JOHN! ¡JOHN!
— ¿Alguna vez corearon tu nombre?
En ese momento, sentí que Juan me estaba entrevistando a mí. No tenía idea de cómo sería esa sensación: un momento de gloria, escuchar una ovación. Me sorprendió. Sentí vergüenza de mi propia impostura intelectual boba. Me costaba admitir que íntimamente presumía que trataba con un organismo inferior de la cadena alimentaria. Alcancé a murmurar que no imaginaba que nadie coreara mi nombre. Pensé en mi viejo, cuando se indignaba conmigo porque no tenía ningún proyecto, ni ambición. Juan siguió con su relato, como si estuviera ahí, en el Madison. Yo también estaba ahí, en la platea: la ansiedad y la emoción me habían ganado.
El chileno, en el rincón me zarandeó: – Te va a matar. Sabes que no fue un golpe, fue un empujón. Te tiras apenas te toque. No hagas una locura. No seas huevón.
Tenía un nudo en la garganta. En mi fuero íntimo sentía el apoyo de los changos del Tuscal, de los amigos paraguas, de los guachos del Bajo Flores, de los barrabravas. No los podía defraudar.
El Capo desde el ringside sonrió por el rédito de su apuesta. Siempre estaba un paso adelante, reconocía mi reacción previsible, por la importancia que le damos a la mirada ajena. Hubo un duro cruce de golpes.
Con el último giro, la casita estaba terminada. Hasta había un campito para correr la pelota. Todo bien, a pesar del parkinson.
La mano le temblaba sin pausa. Era mi momento de cerrar el reportaje:
— ¿Te dolió perder?
— Y…a veces se gana y a veces se aprende.
— ¿Económicamente te salvaste?
— Sirvió para hacer la casa y armamos un almacen con mis hermanas. No dio para más, pero está bastante bien y yo no sirvo más para seguir peleando.
— ¿Tenes hijos?
— Un par nomás. El chileno me convenció de usar preservativos. También de que cuando fuera padre los mandara a la escuela. El tema es que a la mayoría en el barrio les pega la frula. Espero que sobrevivan como yo.
— Todo el mundo sabe que aquí se vende.
— No hay que ser careta. Todos saben que los dueños de la merca no viven en la villa. A esos nadie los toca. Aquí están los perejiles. De tanto en tanto, a alguno le toca perder: son las reglas de juego.
— ¿Y ahora qué planes tenes?
— El cura del barrio dice que Dios se ríe cuando hacemos planes.
— Una curiosidad, ¿qué pasó con tu hermano Alberto, el que se profugó?
— El Alberto siempre fue el más inteligente, repiola. Volvió y ahora es diputado. Si hubiera ido a la escuela sería presidente.
Sentía que con la mirada leía mis pensamientos. Para él la vida podía cambiar en un instante. Estaba muy lejos de mis rutinas.
DESGRABANDO
Desgravé. Traduje también para mí. Tengo que admitir, que no me pareció tan bruto. No hay autocompasión, ira, ni culpa. Es envidiable: sabe quién es, no busca atajos. Nada de eso.
El Viejo tenía razón: siempre se trata de nosotros. Mañana vuelvo al analista, para tratar de arreglar un encuentro conmigo mismo. Espero no faltar.
Abogado UNBA. Autor de “SOLOS Y SOLAS”; “EL PRECANDIDATO”; “LA MAGICA LOCURA” y “LA REVOLUCION DE LOS LOCOS”, todos en EDICIONES LUMIERE.
Fue seleccionado en el año 2018 en la categoría cuento para la “Antología de los 90 años de la Sociedad Argentina de Escritores”

muy bueno
Excelente. ya ha demostrado Alfredo su talento de escritor
Alfredo siempre da en el clavo. Con agudeza retrata implacavelmente los vicios de nuestra politica
«¿Qué es un capo?
— Un exitoso. Un tipo que existe. Los demás somos una suma de ceros»
Perfecto resumen de la historia. es un gran talento el poder contar una historia tan terrible sin dejar el humor, pero sin tampoco bajarle el peso.
La Esperanza Blanca
Se trata de un cuento del género de literatura de márgenes. Un crudo realismo, no exento de humor en los dialogos, fiel al estilo de Belasio. Recorre barrios periféricos y explora la violencia, la desigualdad social, la discriminación y la corrupción. Uno de los habitantes de estos márgenes, nos sorprende y es el centro de esta narrativa. El cuento atrapa por su intensidad y su humor
La verdad más que un cuento, podríamos verlo con un caso de la realidad, muy profundo y muy clara la narrativa. Podríamos decir cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Ya leí otro cuentos de Belasio y siempre me sorprende, este cuento podríamos obsérvalo como lo manifesté, podría ser un calco de muchas personas que teniendo un padrino utilizan a estas personas no muy instruidas, para su beneficios, y estas personas humildes con el afán de sortear una vida muy austera saltan de una posición humilde a una posición acomodada sin sacrificio. La culpa no es del chancho sino el que le da de comer.
Excelente escrito como ya nos tiene acostumbrado Alfredo. Interesante y enriquecedora manera de expresar la vida de los personajes y los sucesos que les ocurren.