A los dieciséis años leí «El Aleph» por vez primera. Al llegar a la última línea, una angustia me envolvió con brazos de plomo; me había sido revelada la existencia de ese punto que contiene todos los puntos, y sentía en mis huesos esa «infinita veneración, infinita lástima». Muchas veces volví sobre el cuento. Me lancé sobre él como si de una declaración implacable se tratara, como si el aleph fuera una bestia recién descubierta y estudiada, y mi única razón de ser se condensara en saber todo sobre ella. 

En ese tiempo yo caminaba a la vera del río por las tardes, y en lugar de reflejarme en el agua me reflejaba en el cielo. Cargaba conmigo ese horror insondable de haber sido testigo de algo que no podía determinar con certeza. Incluso meses después de haber relegado a «El Aleph» a su sitio en la biblioteca, «temí que no quedara una sola cosa capaz de sorprenderme, temí que no me abandonara jamás la impresión de volver».

Hoy ya no busco motivos, y tampoco respuestas; busco que Dios aparezca entre las hojas de los árboles y me bese la frente con cariño. Porto este miedo sideral de combustión eterna. Esta necesidad ígnea y demoledora de ser nada hasta ser todo. Este terror de encarnar lo detestable, de ser demasiado densa y patética, y sobre todo irremediable. Este pavor de guarecer lo indebido, de compartir lo incorrecto; de que no puedan verme a los ojos sin sentir que soy la razón de su desprecio. 

Veneración, eso quiero. Como Borges a Beatriz, como yo a «El Aleph». Qué presuntoso de mi parte, ¿no? Qué osada yo, que sé que no soy más que un amalgama de temores y anhelos, que no rozo lo divino sino lo mediocre, atreviéndome a escribir desde lo más honesto. El pez por la boca muere. Este es mi sincericidio.