Despierto en la madrugada como si alguien me llamara desde las sombras, como si la luna murmurara mi apellido. Me rehúso a inventar fábulas, me digo, pero mis desvaríos impugnan la idea. Busco consuelo en la inexistencia porque no conozco otra cosa que las imágenes ilusorias que mi mente construye, y por unos días esto funciona; me envuelve la sensación incandescente de mi quimera en llamas, hasta que advierto, en el rápido reflejo de mi rostro sobre el vidrio de la ventana, que es la ausencia quien abraza mi corazón cansado y no tu piel de porcelana.

Lo cierto es que ya no tengo razones para hallar refugio en la desdicha. Mi único dolor reside en el odio que parece diseminarse a lo largo de mi cuerpo cuando soy consciente de mis bordes redondeados, y en la soledad que eventualmente siento cuando arriba la noche y a mi lado yace el vacío. Mi inclinación hacia el sufrimiento es más un hábito, más una familiaridad confusa. Escapé del pueblo al que le atribuí mi pena durante dieciocho años, y ahora no sé qué hacer con tanto júbilo, con tanta entereza. Quizás por eso me obsesiono con imposibles. Quizás por eso me flagelo con excusas paupérrimas y días enteros encerrada entre cuatro paredes frívolas. Quizás por eso busco con vehemencia y pretendo hallar -en un impulso desesperado de herirme- nuevas dolencias.

Esclareciste mi duda sin que yo la pronunciara y me abandonaste en el alivio. Confieso que un poco me quita la presión, que un poco me quita el miedo. Mas eso no impide que a mis ojos vos seas la materialización de todos mis anhelos o que, al menos, te pretenda así. Yo sé que te hice protagonista de mis ficciones y de mi tribulación romántica, pero es que llevo tres días sin oirte y sin ser testigo de tu mirada de plata, y ya no lo soporto. ¿Cuánto más podré subsistir sin la ternura que emana tu apariencia jovial y calma? Cuarenta y ocho horas es demasiado tiempo para permanecer incólume de tu dulzura. Quiero verte ahora.

¿Quiero verte o quiero que me veas? ¿Y si no estuvieras? ¿A quién le atribuiría mi escueta razón de vivir? ¿A quién proclamaría como la chispa de mi existir austero? Porque amo sobrevivo, me digo. Amo el dolor, incluso. A mis ojos todo es bello. Todo. No importa cuán terrible. Me gusta pensar que es una suerte de benevolencia ante las cosas, ante el mundo. Una especie de aprehensión de los matices, de maravilla ante ellos.

Mentir es una adicción, y yo soy propensa a ese tipo de placeres. Me digo tantas cosas que no son ciertas y lo peor de todo es que logro convencerme. Mas a vos no puedo engañarte; eso es lo que me asusta. ¿Y cuando veas que no soy nadie? ¿Y cuando te des cuenta que no vale la pena compartir el camino a casa conmigo? ¿Qué vas a hacer?

Tengo todo y aún así no es suficiente. Dudo mucho que algún día lo sea. Eso me motiva y me aterra de manera simultánea; me impulsa a salir de la cama y al mismo tiempo me arrebata toda convicción. Me vuelvo débil con facilidad y yo vivo a un paso del abismo, de la locura y el fin. Quiero volverme polvo. Yo no puedo estar así. No debo. 

En atardeceres como estos, donde la cotidianidad de los días roza la hipérbole de lo absurdo, me aferro a la idea de un futuro donde los brazos de un chico me contengan.