El vestido rojo

Mamá me está mirando. Recorre mi postura, cuando levanta las cejas significa que estoy encorvada, me enderezo, si no dice nada es solo porque está esperando. ¿Qué espera? La llegada. Todavía no es el momento. Nada llega, todo queda en pausa o en reserva.

Silencio. Se decepciona, baja la vista, corre el mantel y aclama a la pared. Enciende la hornalla, agarra la sartén. Me espía de reojo, aguardando el milagro. Por ese motivo se puso su vestido rojo, no es cualquier día, aunque siempre termina siendo la ocasión inoportuna. Se le mancha el vestido, suspira, olvida que su fuerte no es la cocina.

El milagro no tiene relación conmigo, ya pasó mucho tiempo, no quiere aceptarlo.

Mamá me está mirando, confiesa no presionarme, pero baja el volumen de la radio.

Mamá me advierte:

— ¡Cuidado!

Se para, provoca un ruido con la silla, ya tiene sus dedos marcados, está transpirando. Me mira de nuevo, pero no hay milagro, cree que agoniza el pichón recientemente pulverizado, es imposible, simula que se le calló algo. Ambas sabemos que es mentira, evade la frustración, no me culpabiliza. Se excede con el aceite, ¡le van a salir unas milanesas fritas!

La revuelve, helada nadie la quiere, pero caliente no me gusta, me explica con ternura que es para el otro lado. Mamá admira sus uñas con nostalgia y tristeza, ya perdí la cuenta, se las pinta para recibir el milagro, pero el milagro nunca llega. Escapa de su comodidad, ni cinco minutos con la espalda en el respaldar.

Mamá me observa, supongo que yo también, de lo contrario no lo sabría. Trabalenguas de pupilas. Para arriba, para abajo, para el costado, así una se comunica.

— ¡El pelo! ¡El pelo en el plato!

Lo saco. El pichón pulverizado canta, pero ella no lo escucha, solo clava sus ojos en mis manos. Lo hago mal.

—Dale mi vida, vas a ser sanita y fuerte.

Comienzo. Se le nota en la cara la felicidad, que sé, sabe y sabemos no durará. Trabalenguas de nuevo. Para arriba, para al costado, no hay parámetro. Directamente apaga la radio. Sigo en lo mío.

Me siento mala, porque estoy ahogando a la pobre cuchara. ¿Sabrá entonces que tiene mucha cantidad de caldo? ¿Sabrá que siempre le falta sal? ¿Que el pichón ya dejo de cantar? ¡Que lo intento pero que ya no puedo más! Cuchara sometida por mis deseos, por mi necesidad, me siento fatal. Expectativa versus realidad. Sonríe, sé que está por sacar la cámara, y que me va enfocar.

“Tranquila, respira hondo y exhala” lo susurra y cree que yo no lo puedo escuchar, pero su murmuro es una situación que está a punto de estallar.

 El procedimiento es así; primero se me cae todo, luego mamá tira la cámara y finalmente me consuela, diciendo:

—No es tu culpa, no pasa nada.

Y se va. Pero esta vez no, lo intento un poco más, porque el vestido ya le queda apretado, y el tiempo no tiene tacto, ni un poco de sensibilidad, corre sin cuidados. Estoy poniendo todo de mí, lo juro. Mientras huelo el aroma al pelo sin teñir, señal de que está perdiendo la esperanza, no lo demuestra, pero sé que es así.

El pelo sin teñir significa un minuto menos en la mesa, quizás se escapa a protestar en la pieza.

El pelo sin teñir me descoloca, se da cuenta. Me gusta al natural, pero prefiero que no lo sepa, porque cuando se arregla la noto contenta.

Otro intento. ¡Homicidio a la lengua! ¡Siempre comienzo por el centro!

Persisto, no estoy conforme con ese rato, lo doy todo.

Interfiere el costado del cerámico roto, donde dejo caer mi dedo, y enfrío mis pies descalzos. Es claro, me distraigo ¡Las uno! M-a-m- pero desaparecen, me canso.

Revuelvo, m-a y otra vez se esfuman. ¿A dónde irán? Me queda una sola A.

Ya está. Otra vez no lo pude lograr, la sopa de letras no es para mí.

Coloca lentamente la cámara en la mesada y se va sin interrumpir. Porque el milagro nunca llega.

Sigo, no importa la coherencia ni el sentido, el plato está por la mitad. Hospedaje en mi boca, ¿y qué consigo? No tienen significado al no encontrar estímulo. Escucho el último desliz de su zapato escurridizo.

— ¡Se quema!

Sentí una vibración en la garganta, el quiebre de todas las almas, la melodía en los oídos, las caricias dejaron de ser miradas para ser abrigo, había sucedido.

No era quizás mi primera palabra, sino mi primera oración. “Se quema” esa frase… El homenaje a mi expresión. ¿Qué más da? Dije algo y eso era lo principal.

Apagó la hornalla. La cámara me enfocó, sonreí… ¡Mamá era feliz!

Años esperando el milagro, del cual todos los médicos ya le habían hablado, cuando el diagnóstico es pésimo, nombran eso, “Se requiere un milagro”. Yo no era muda, ¡tenía voz! Solo me desagradaba la sopa de letras, muy poco didáctica, nunca entendí que se hacía con las palabras, si había que comerlas o decirlas. ¿Les pasó?

—Pateó —dijo sin quitar la mirada de satisfacción.

Ambas sabíamos que no, que el pichón nunca más cantó. El vestido rojo se volvió rosa, yo sigo con la sopa. El milagro nunca nació, pero ella asegura que jamás murió.

Mejor me como las letras, no voy a decir cosas que causen dolor.

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