Siempre quise
adoptar una gata
(porque las hijas
son más dulces con los padres)
y ponerle de nombre
Dionisia.
Siempre la imaginé
negra
como el vino o
como la oscuridad en el ropero
entre mis remeras:
suave.
Dulcemente arisca.
Bola, pelusa, sombra,
curiosidad, colmillo
y panza.
Furia contra los cables sueltos,
contra las patas de la cama
y contra el ruido de mi afeitadora.
Hambre de almas
atenta
a la geometría euclidiana
solo lo justo y necesario.
Charquito
de vacío primigenio.
Monstruo interdimensional
adepto a dormir
entre mis piernas,
y a cagar (apretando los ojos del esfuerzo)
entre piedritas,
al costado del lavarropas.
Si saben
de alguna gatita negra
que entre ronroneantes tentáculos
haya comandado,
psionicamente,
la adopción de un padre humano
déjenme sus datos.