Ph: @marcos.cousseau
En las horas silenciosas
cuando cae la segunda oscuridad
y nos volvemos grises,
y vuelvo de ninguna parte,
siempre me gustó, desde la vereda opuesta,
ver mi casa, y todas las casas,
con una simulada y perfecta
extrañeza.
La calle, como el río,
nunca es dos veces el mismo:
de día lo cortan siempre bocinazos nuevos,
giros más o menos cerrados, trotecitos
porque llega o se va el colectivo.
Marchan los cochecitos
sobre veredas adoquinadas.
Hacen patito
los saludos y
las puteadas a las motos
y los semáforos aplauden
colorida y estúpidamente.
Pero de noche
las casas flotan
(y alguien tan real como yo
está vivo ahí adentro).
Los ángulos rectos
se relajan.
En ingrávida niebla
se transmutan
los ladrillos.
Durante la segunda oscuridad
puede verse la ilusión:
todos vivimos a la intemperie.
Cuerpos azules
respirando bajito.
Camino. Me detengo.
Camino
arrastrado por un viento mudo
que baja desde el vacío
entre las estrellas.
Alguna vez voy a cruzar la calle.
Alguna vez voy a acercarme, fascinado, a tu ventana
cuando tu luz sea la última de la ciudad
en apagarse.
Y voy a probar la puerta.