Entre tránsito y algunas lunas me veo lejana, con un escote al lado de mis amigas, comiendo pizza y tomando cerveza, y me confieso que quiero ser trascendente, ni siquiera inolvidable, sino notable. Notable para algunos y no para todos. Elegida sin modificaciones, sin deseos ajenos de cambios, sin nada del otro que me haga a su gusto y forma. Que no importe mi cuerpo, mi sangre o mis ojos. Que nadie se interese por mi pelo ni por las estrellas que me marcan, sino en lo que me resguarda cuando a la madrugada me atropella lo macabro que me queda en la cabeza, y mis amigas desaparecen y ninguna cerveza o vino tinto me ayuda abrazarme más que yo misma en el umbral de una puerta sin cerradura.
Muerta de frío a la salida de un boliche porteño, abrazada a la noche, sé que quiero ser sensible a todo lo que me toca y me deja hueca, sin una lágrima, porque no hablo del llanto, de lo que brota por los ojos, sino del silencio impregnado cuando no hay nada más para decir. Quiero ser sensible a todos los que amo y me aman, y nos amamos. Que me atraviesen la piel con sed de más, un poco más de vida con gusto agridulce, tanto a desgracia como a la reconciliación de un amor después de meses de no tocarse. Y no quiero ser impune a lo imposible, así me muero con algún deseo, haciendo valer mi vida, mi muerte. Porque si fallezco llorando y con dolor, un poco de vida quedaba en todo ese cuerpo.
Quiero despertarme y que siempre sea primavera, que se meta el sol en las pieles de los que amé, y que estén en algún parque con mucha gente y ni se sientan las voces, sino todo lo que me dicen entre viento y viento que se cruza por el pasto que aplastamos.
Me veo de lejos cantando y desafinando, y bailando y tocando, palpando el terreno y a veces tirándome al piso. Quiero llorar y llorarte y dejarte ir para algún día permitirte volver de vuelta, a mis tierras, y avisarme que va a ser imposible, pero que nos quedemos tranquilos: una vez más lo intentamos. Una última vez con gusto salado, cerca del mar o en la esquina de alguna casa medio pelo del barrio de Floresta, porque si algo sabemos nosotros es de llorar en esquinas a eso de las siete de la tarde, y de querer dejarnos, pero no poder. No sabemos por qué, pero no podemos.
Me veo de lejos besando y transpirando, y haciéndome un poco más necia, pero quiero que se me parta el corazón en pleno invierno para darme cuenta de que no valgo más hecha mierda que toda entera, y enterarme de que en serio, en serio, nunca voy a poder quedar armada para siempre. Y verme con mis amigas de vuelta, comer pizza de vuelta y a eso de las dos de la mañana preguntarse ¿por qué no alcanza el amor y nada más? Que alguna me pregunte cómo hago que todo parece estar bien y qué otra me diga que no sabe lo que es acostumbrarse a amar, y que yo me sienta afortunada y querida y que por fin (por fin) encontré un amor raro, extrañamente sensible, procurando dejarlo guardado o mostrarlo, gritarlo, ponerle mi nombre.
A unas cuantas cuadras, estoy en el tren Roca llorando para llenar el Océano Atlántico, jurándome que yo no merecía eso y esperando que los demás sean suaves y no remolinos que atropellan.
Ya hueca, hueca en serio, quiero pedirte perdón, que el corazón se cree un lenguaje propio y que no sean palabras: solamente que me mires y que entiendas de arrepentimiento y de culpa, que me veas derrotada ante lo que pienso días y noches. Quiero que entiendas que en algún momento de toda nuestra historia yo no quise ser lo que fui, y no entendí qué era hacer lo que hice. Pero ahora me entero y me arrepiento y lloro, y el amor no basta, y yo sigo sin acostumbrarme ni un poco a que no sea suficiente como me late el corazón cada vez que te veo, y me veo, todavía a unas cuantas cuadras de ser trascendente en mi propia historia.